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A la sombra de Machado

"Tengo un gran amor a España y una idea de España completamente negativa. Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo".

 

Una vez, uno llegó a pensar que, tras la muerte de Franco, en 1975, y finiquitado el régimen del 18 de julio se cerraba una mala Historia. Esa que Machado había reflejado en su poema: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Y así, durante casi 40 años, parecía posible que ya no existirían dos Españas. Que ya no habría sustento para recrear el desolador paraje de una España radicalmente contrapuesta a la otra. Que la intransigencia se fundiría con la tolerancia en España . Que los españoles, por fin, nos habíamos arremangado para empujar colaborativamente hacia un futuro común, con la enriquecedora fuerza de la diversidad de tierras y gentes que componemos esta Nación.

Eso pareció confirmarse en 1986 con el ingreso, por enorme consenso nacional, en las Comunidades Europeas (hoy Unión Europea). Pero transcurridos cuatro décadas desde el gran abrazo nacional de reconciliación que supuso la Constitución de 1978, uno ―cuando ya se ha resignado a no volver a cumplir los 70―, se da cuenta, entre la congoja y la frustración, que las dos Españas machadianas están reverdeciendo. Que estaban durmientes en la memoria colectiva, a la espera de algún acontecimiento nacional que las despertase.

 

Y así ha sucedido tras el estridente e inoportuno toque de alarma, que ha supuesto la decisión gubernamental de exhumar los restos del dictador en el Valle de los Caídos. Para llevarlos ― ¿qué más da donde estén?―, a no se sabe dónde.  

 

Siempre he pensado que el abordar cambios sociales profundos, si hubieran de hacerse sin ira ni brutalidad, demanda reserva en el planeamiento y sosiego en la ejecución. Algo que, al menos por el momento, se mueve en sentido contrario. La experiencia parece indicar que lo aconsejable para perdurar es que los grandes hitos de progreso sean pilotados desde la derecha. E, inversamente, que las transformaciones conservadoras de calado  sean gestionadas desde la izquierda. Y, sin embargo, el presente escenario español está saturado de odios viscerales y alocados desafíos a la convivencia. De un sin número de agazapados a la espera de abalanzarse contra el contrario. De poderosas fuerzas centrífugas que amenazan  nuestra supervivencia como Nación.

 

Y cada día, ante nuestros ojos, desfilan nuevos despertares de memorias ocultas. De revanchas pendientes. De cuentas no satisfechas. De implacables instintos carroñeros.

 

Uno se pregunta si es que, tal vez, estemos irremisiblemente abocados a revivir nuestra peor Historia, esa que no deberíamos reescribir. Y el poeta vuelve a recordarnos nuestro fatal horizonte: “Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta/ ¿no fue por estos campos el bíblico jardín?/ son tierras para el águila, un trozo del planeta/ por donde cruza errante la sombra de Caín”.

Negándome a ser arrastrado ―al menos hoy―, por la tentación de andar a la greña con los conflictos menores, y quizás desbordado por la melancolía de lo inalcanzable, uno se dispone resignadamente a zambullirse nuevamente en la prosa del poeta: «Tengo un gran amor a España y una idea de España completamente negativa. Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo».