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Acontecimientos en un desfile ventoso

La escena de la bandera descontrolada me recordó a una España a merced de los eolos políticos.

 

La televisión detuvo la cámara en la imagen de un Felipe VI contrariado. No recuerdo haberlo visto nunca así. Resulta evidente para todo español simbólico y más para un monarca observar impotente los bandazos de la bandera en lucha contra los vientos, sostenida en un extremo. Su cabeza, tocada por las yemas de sus dedos en el militar saludo se movía con el gráfico gesto de un no persistente.

Los vientos nunca soplan a favor de todos y, mire usted por donde, en la Sevilla emparentada con la calma, le tocó sentir los traicioneros soplos del voluble dios Eolo. Ni los valientes paracaidistas lo intentaron por tal de evitar el riesgo de caer fuera del circulito. Así las cosas, llegó la bandera a rítmicas pisadas y, para advertirnos del siempre presente azar, a pesar de los ensayos, la izaron como a los condenados de otras épocas no tan lejanas: aprisionada solo por el cuello.

Ante los permanentes atentados, muchos de ellos a bayonetazos de palabras, la escena de la bandera descontrolada me recordó a una España a merced de los eolos políticos: ayer por sucias manos de pólvora asesina, hoy llenas las bocas de improperios para vallar sus territorios o cubrirlos por un gran fanal de oxígeno chauvinista, y mañana ¡quién sabe! si salpicada de pactos rompedores.

 

Una sensación de soledad emanaba del palco del Rey. Tanto espacio  para un matrimonio en cierto modo aislado. Abajo, la ministra de Defensa en un vestir de ‘andar por casa’ salvaba a su jefe de unos posibles abucheos, tan frecuentes en esta singular España.

 

Los desfiles de hoy me recuerdan algo a los míos de un ayer lejano. Las revisiones comenzaban con seis o más horas de anticipación, La saliva escaseaba de tanto cepillar las botas a falta de una crema liberadora, y para ser rechazado varias veces según criterio del escrupuloso cabo. Al final, secos por dentro y acalorados por fuera, más de un soldado caía fulminado con el riesgo de clavarse la bayoneta.  Desfilé muchas veces pero solo disparé en unas veinte ocasiones, más el lanzamiento de un par de granadas de plástico. No hicimos táctica de combate alguna. En las inundaciones del año 1961, empapada la casaca perteneciente a varias generaciones, trasladamos el polvorín situado junto al Guadalquivir a unas instalaciones cercanas…

Pero en el arte de ‘tirar con pólvora del rey’ somos unos expertos, o sea y según dicen, en el Casino de la Exposición se expusieron para abrir bocas más de la cuenta por su cuenta para desbordamiento de la cuenta inicial. Lo sabemos: la euforia evanescente o ─pensemos bien─, el alma nacida en tierras de vítores marianos hizo gritar ¡Viva la Reina! compromiso o, tal vez, satisfacción para secundarla una buena parte de los invitados. No sé.  Tatuado en el escudo sevillano las lealtades a las realezas, Sevilla ha sido pionera en vitorear a la Reina, ahora, después de años en el trono.

Como la mesura es disciplina y camino, el exceso de patriotismo deriva en patrioterismo criticable. Nuestros territorios separatistas rebosan de banderas, cánticos y exageraciones pueriles con tal de domesticar los serios sentimientos para llevarlos al sentimentalismo tergiversador. Las decisiones u opciones políticas deben pasar por la criba de la razón. Igual, un jefe militar moderno deja el tambor a un lado y pulsa el botón del lanzamiento de un misil tras sopesar los pros y contras con frialdad matemática;  incluso no vacilará en consultar con un soldado experto en electrónica sin temor a la caída de algunas de sus simbólicas estrellas.

El problema de la bandera quedó solucionado y ojalá otros problemas de mayor entidad se clarifiquen sin perder su Serena Majestad el aplomo necesario.