“Apostasía y autenticidad”
Rescatar la espiritualidad del secuestro institucional y la ética de la obediencia ciega, mediante un pensamiento libre del miedo al castigo.
La religión como estructura de poder de la sociedad: religión o afiliación, un dilema de pertenencia
Por amor a la verdad, que fue la razón del propio martirio de Sócrates, debemos ser capaces de mirar con hondura y sin temor aquello que, no pocas veces, sólo aceptamos por inercia. Esta reflexión no pretende respaldar la abolición de la fe, eso sería harina de otro costal, sino liberarla de sus amarras institucionales. Como apuntó Spinoza, “el fin del Estado es la libertad” y condidero oportuno añadir que el fin de la fe también debería serlo.
Este artículo evidencia una ruptura más que con la fe, con la maquinaria eclesiástica que, desde el bautismo hasta la extremaunción, gestiona la vida de millones de personas bajo una lógica de membresía más que de convicción, profundizando en esa crítica y entrelazándola con las voces de pensadores de prestigio intelectual para desentrañar las implicaciones de la apostasía como acto de autenticidad en un mundo dominado por ficciones institucionalizadas.
Fundamentalmente por respeto a mis progenitores, no planteo una rebelión contra la fe, sino contra lo que denomino “el Club”, dado que en muchos países, el cristianismo, y particularmente la Iglesia Católica, ha operado durante siglos más como una superestructura de poder y pertenencia social que como un espacio de búsqueda espiritual.
Desde esta perspectiva es inevitable recordar a Michel Foucault, cuando disertaba sobre cómo las instituciones, desde las escuelas hasta las religiones, normalizan el comportamiento social, moldeando los cuerpos y las conciencias. La Iglesia, como institución milenaria, ha perfeccionado este arte del poder simbólico, presentando sus ritos, el bautismo, la comunión, la confirmación y el matrimonio, como hitos naturales del desarrollo humano. Pero ¿qué pasa cuando se cuestiona esa normalidad? ¿Qué ocurre cuando alguien ya no quiere formar parte de ese relato?
El bautismo como contrato social apócrifo
El bautismo es un acto social impuesto, un rito que consagra la pertenencia a un grupo de poder simbólico. Nadie te pregunta si deseas ser parte de la Iglesia Católica, simplemente eres inscrito en ella, como quien recibe un pasaporte al nacer. Coincido con Althusser cuando decía que la Iglesia actúa como un dispositivo que interpela a los individuos desde la infancia, asignándoles una identidad antes incluso de que puedan ejercer su uso de razón.
El origen del bautismo en el «pecado original» es una ficción infantil que revela un elevado grado de manipulación. Freud señalaba que las religiones utilizan mitos fundacionales para instaurar culpa y dependencia. La manzana de Adán y Eva no es sólo un relato etiológico, es un mecanismo de control que justifica la necesidad de redención institucional.
Bautizar a un niño es, en términos simbólicos, afiliarlo a una cosmovisión sin su consentimiento mediante un “contrato social” coercitivo, donde la voluntad general se impone a la particular, pero sin debate ni consentimiento real. El sujeto, recién nacido, se convierte en “miembro” de un cuerpo místico antes de saber leer ni hablar y a partir de ahí, la identidad católica se convierte en una carga más que en una elección.
En este sentido, la analogía del club resulta precisa porque el problema no está en la creencia, sino en la pertenencia forzada. El ser humano tiende a refugiarse en sistemas cerrados que le ahorren el vértigo de elegir, pero esa comodidad tiene un elevado precio: el de la autenticidad.
El bautismo representa el gran puente de unión del relato cristiano sobre el supuesto momento de la creación del hombre por su dios, y de la mujer como ser dependiente de éste desde su misma creación a partir de una costilla del mismo y, además, la culpable de la expulsión de ambos del paraíso. Un relato tan simple como malvado, pero muy eficaz porque lleva más de 5.000 años sirviendo de palanca para el alienamiento de la humanidad, lo que se redondea materializando el principio que rigen las sociedades desde entonces: el binarismo de una ética que pivota entre el bien y el mal que el dios bíblico materializó en los hijos de esos que se conocen como nuestros primeros padres, a los que el relato divide entre uno bueno, Abel, y otro malo, Caín, al que le imputan la acusación del peor de los delitos, el asesinato.
Pues, bien, la crueldad de los que en Nicea decidieron crear una superestructura de poder que permanece casi intacta desde entonces, se materializó en que la culpa y su consecuente castigo en el infierno era la mejor manera de controlar las emociones de los humanos y acordaron que, desde su nacimiento, el neonato llegaba con esa culpa heredada de Adán y Eva, de manera que si no pasaban por el club a través de una inmersión acuática reparadora, en caso de fallecimiento, el bebé se quedaría en un estado que luego la sociedad ha asociado con el lugar donde nos encontramos cuando no pensamos en nada: el limbo, y nunca podrían disfrutar de los eternos placeres del cielo. Esta es la realidad de lo que plantean, lo demás han sido florituras interesadas para elaborar un relato que sirviera a los intereses de los flautistas de Hamelin.
El músculo estadístico de la fe: primeras comuniones y confirmaciones para la fabricación de la conciencia católica
La Iglesia utiliza sus cifras de fieles como músculo político para negociar privilegios ante los estados, también los supuestamente, aunque no formalmente, laicos, tal como es el caso de España. No estamos frente a una cuestión de espiritualidad, sino de poder.
Gramsci decía que la hegemonía no se ejercía sólo con coerción, también con consensos. La Iglesia, mediante su red de escuelas, hospitales, medios y ritos, genera una “cultura común” que produce consentimiento incluso entre quienes no creen; véase el caso en España de los eventos en la calle durante la Semana Santa, por ejemplo.
Socialmente se considera que el ser humano “tiene uso de razón», esto es, capacidad para razonar y comprender las consecuencias de sus actos, un factor clave para tomar decisiones responsables, a los 7 años, que es cuando los niños comienzan a desarrollar la lógica mental y el raciocinio y en ese momento la Iglesia deja de considerar la afiliación por poderes del bautismo y convierte a la primera comunión y la confirmación en rituales de consolidación de la membresía del Club. A partir de entonces, la Iglesia operará como una institución disciplinaria mediante ceremonias repetidas que naturaliza su autoridad, presumiendo que un niño ya tiene «plena conciencia» de su fe, algo que pensadores como Jean Piaget desmienten al demostrar que el pensamiento abstracto y moral de los niños de esa edad es aún demasiado incipiente.
La confirmación, por su parte, actúa como un «refuerzo identitario», otro ritual social que sirve para afirmar públicamente la adhesión a un rol. En este sentido, la Iglesia no difiere de cualquier fraternidad universitaria: exige lealtad y celebra la fidelidad con símbolos (crismas, velas,…) que refuerzan la ilusión de la elección.
El mercado sacramental: control biopolítico
El sacramento del matrimonio es otro eslabón en esta cadena que en la vida real representa «fornicar de forma estable» con aval eclesiástico. Esta observación conecta con Judith Butler y su teoría de que las instituciones regulan los cuerpos y los deseos mediante normas performativas. El «santo matrimonio» no es sólo un contrato espiritual, es un instrumento de vigilancia sobre la sexualidad y su destino divino para la reproducción.
La denuncia sobre el matrimonio católico como requisito de respetabilidad social remite a otra dimensión del problema: la mercantilización del sacramento. El matrimonio ante la Iglesia no es ya un acto de fe, sino una validación social, un certificado de pertenencia que, en muchos contextos, garantiza respeto, tradición y hasta acceso a ciertos beneficios sociales y económicos.
Como señaló el sociólogo Pierre Bourdieu, los rituales religiosos son mecanismos de legitimación simbólica pero cuando esa legitimación se convierte en una obligación, deja de ser símbolo para devenir simulacro; el absurdo de tener que pagar para que un tribunal eclesiástico, el popularmente conocido como el de la Rota, decida si un matrimonio puede anularse o no, revela esta perversión del rito en transacción.
Pero, es en la muerte donde la Iglesia muestra su maquinaria más cínica: el funeral se convierte en un «espectáculo cuasi dantesco» que manipula el dolor del entorno del difunto, a la vez que transmite una falsa ilusión de su presencia a partir de entonces en un lugar que poco se diferencia del paraíso prometido por las otras dos religiones monoteístas, una última función teatral en la que “aprovechando que los próximos al finado están dolidos”, se representa una escenificación de pertenencia que el actor principal no puede ya negar cuando incluso muerto, el club te reclama como un activo propio. Max Weber decía que las religiones monopolizan la «gestión de los sentidos» ante la muerte, ofreciendo consuelo a cambio de sumisión. La promesa de una parcela en el «más allá» se materializa también en otro negocio: misas, indulgencias, etc.
La Biblia como ficción y la mitología como política
La Biblia es realmente “el mejor libro de ficción jamás escrito”. Si bien esta afirmación puede parecer ofensiva para los creyentes, debe entenderse en su contexto: no es una negación del valor simbólico, ético o incluso literario de las Escrituras, sino una denuncia de la literalidad y atemporalidad con la que muchas jerarquías eclesiásticas siguen interpretándolas para justificar sus estructuras de poder.
Karen Armstrong, exmonja y una de las principales estudiosas de la historia de las religiones, en su libro “Una historia de Dios” sostiene que toda religión es, ante todo, una construcción cultural; aunque no niega la espiritualidad, advierte del peligro de confundir mito con realidad histórica. Según ella, los mitos no son mentiras, sino verdades simbólicas, pero el problema comienza cuando esos mitos se utilizan para condenar, discriminar o subyugar.
El machismo fundacional de la doctrina judeocristiana
La mujer creada a partir de la costilla de un varón, Eva, que aparece como la responsable exclusiva del pecado original, María la madre virgen y la Magdalena la prostituta redimida, son arquetipos que como señalaba Simone de Beauvoir en “El segundo sexo” han servido para consolidar la idea de la mujer como un ser subordinado.
La Iglesia católica, como toda institución milenaria, ha reproducido y legitimado estas narrativas, incluso ahora que el mundo ha cambiado radicalmente. La falta de sacerdotisas, la subordinación femenina en los órganos de decisión, la visión patriarcal del cuerpo y la sexualidad, forman parte del “sistema de género” que el feminismo, con justicia, viene denunciando desde hace décadas.
Fe sin pertenencia, espiritualidad sin dogma: el coste de salirse del rebaño
Decidir apostatar es un proceso burocrático, solitario y farragoso, y, en buena parte de los casos, frustrante. El silencio administrativo del párroco encargado del bautismo y la resistencia institucional a certificar la salida, son señales de una verdad incómoda: se trata de un club que no acepta fácilmente las bajas.
Y sin embargo, el derecho a apostatar debería ser tan inviolable como el de creer. Se reconoce incluso en el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU: la libertad de religión incluye el derecho a cambiar de religión o de convicciones. Cuando ese derecho se obstaculiza, ya no hablamos de fe, sino de coerción simbólica. No hay que creer por si acaso sino porque el corazón tiene razones que la razón no entiende, pero los intermediarios del poder religioso suelen impedir ver a dios con claridad.
Este artículo no representa una declaración de guerra a las creencias religiosas, sino de dignidad ante una superestructura que sirve a los poderes fácticos y que no representa socialmente la idea de fe del que dicen que fue su fundador, porque en el mismo momento en el que se institucionalizó su jerarquía en Nicea, él mismo los habría barrido a gorrazos, tal como se dice que hizo con los mercaderes del Templo. Respeto la fe de mis padres, pero me niego a colaborar perpetuando la hipocresía de una pertenencia no elegida por mí. Denuncio un sistema, pero no a las almas que en él buscan consuelo.
Hoy más que nunca necesitamos rescatar la espiritualidad del secuestro institucional y la ética de la obediencia ciega, mediante un pensamiento libre del miedo al castigo. Tal como decía Albert Camus, no ser amado es una simple desventura, porque la verdadera desgracia es no saber amar. Apostatar de un club eclesiástico no significa dejar de amar la vida, el misterio, lo trascendente, sino optar por hacerlo con honestidad, sin mediaciones interesadas. A fin de cuentas, lo sagrado no necesita estructura, sólo verdad.
La autenticidad de la apostasía como rebelión contra la hipocresía institucional.
El núcleo de mi testimonio no es el ateísmo, sino el rechazo a ser «parte de una estadística» que legitima el poder eclesiástico. La Iglesia, lejos de ser una comunidad de fe, es una estructura de dominación que ha sido cómplice del fascismo, el franquismo y el colonialismo, y de no pocos atentados a la vida humana con instituciones como la Inquisición y otras para acabar con las vidas de los “infieles” como los cruzados, entre otras órdenes militares, y sin ir más lejos en el tiempo, con su actual pasividad de hecho ante el descarado exterminio del pueblo palestino, algunos de ellos cristianos, perpetrado por el gobierno genocida del Estado de Israel.
La apostasía, pues, no es solo un trámite formal, es un acto de apusa por una autenticidad intelectual, moral y política. Para Simone de Beauvoir, la libertad se ejerce en la ruptura con las determinaciones impuestas, no con la moral de la ambigüedad. Borrarse del registro católico es negarse a ser cómplice de una institución que discapacita racionalmente y perpetúa el patriarcado, esa «costilla de Adán» que reduce a la mujer al apéndice de un macho alfa.
Como el «hombre rebelde» de Albert Camus, me niego a seguir viviendo en la farsa de la mentira y aunque no sé lo que nos aguarda tras la muerte, llegado ese momento me gustaría haber aprendido a ser auténtico y la apostasía, en este contexto, es un ejercicio de coherencia: rechazar que mi nombre sea usado para avalar dogmas que mi razón no acepta.
El proceso es arduo. La burocracia eclesiástica es un laberinto diseñado para disuadir, el inevitable sacerdote que pone los primeros obstáculos ignorando una solicitud de certificacion del bautismo, un documento que absurdamente, hoy más que nunca, hay que pedir a la Iglesia para presentar ante la propia Iglesia, es un síntoma de ello. Pero al final, como escribió Bertrand Russell en “Por qué no soy cristiano”, la libertad de pensamiento comienza cuando te atreves a dudar de lo que te enseñaron sin crítica alguna.
Hablar libremente de apostasía en pleno siglo de las luces tecnológicas no debería seguir siendo nombrar a la bicha que provoca desazón y miedo al castigo eterno, debido al mensaje que se recoge en el relato que de la misma hace la superestructura del catolicismo para que sus acólitos no decidan optar libremente. Hay que romper amarras con la religión como estructura de poder fáctico, respetando a la vez a los que optan por creer en un más allá, pero exigiendo tolerancia mutua entre los que lo hacen y los que no; hasta ahora la tolerancia mutua sólo se está dando en sociedades culturalmente democráticas y, hoy por hoy, estas sociedades brotan de culturas evolucionadas y esta evolución sólo se ha venido plasmando en países occidentales en los que la cultura cristiana de origen ha dejado huella. Pero, por suerte estas sociedades han ido abandonando el talibanismo histórico de una fe interpretada según los intereses espurios de las jerarquías eclesiásticas, a la vez que iba abrazando la ciencia y la cultura con vista amplia y larga que es donde han ido encontrando el verdadero sentido de sus vidas.
Me reafirmo en que dado que mi testimonio quiere ser un manifiesto contra los “clubes” que secuestran identidades, emulando a Karl Marx, estoy convencido de que el día en que un número suficiente de personas rompan las cadenas imaginarias que les atan a una superestructura milenaria, la Iglesia dejará de ser un poder terrenal para convertirse en lo que siempre fue: la titular de un relato de ficción maniqueo confeccionado para controlar las sociedades y a sus miembros. Personalmente creo que esto tiene un futurible cierto, aunque difícil de fijar un hito temporal concreto, y será el momento en que el paradigma cuántico forme parte de la vida cotidiana de los humanos, sea cual sea su cultura e identidad.
Finalmente, y por si acaso a algún lector o lectora le quedara dudas sobre el porqué de mi apostasía, reiterarme en que lo hago porque es la única vía formal que existe para dejar un club con cuyos dirigentes no estoy de acuerdo y, en consecuencia, que al darme de baja de mi afiliación, no puedan seguir pasando al estado el “cepillo” en mi nombre para cobrar la cuota que, directa o indirectamente, reciben de acuerdo con el número de miembros del mismo en mi país y como gesto “político” para pedir un cambio en la Constitución por el cual España se convierta en un país laico de una vez por todas.
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