Cartas de Noviembre
Las cartas las interceptó el inglés, el de la pérfida Albión, y las retuvo y no las entregó y las depositó, como manda su ordenanza, en los archivos del Almirantazgo donde nadie las ha abierto nunca.
En Cádiz por la década de los sesenta del siglo pasado el encargado del archivo parroquial de la de Nuestra Señora del Rosario, en cuya calle estaban dos de los más saneados negocios de la ciudad, a saber, la bodega Nicolás – solo vino, por favor, nada de tapas y otros subproductos contrarios a Noé – y la Funeraria del mismo nombre que el de la parroquia, que atendía las 24 horas del día pues la Parca no respetaba, entonces, horario alguno, era un marino de la Armada, con rango de escribiente de la misma, heredero de los antiguos escribanos de a bordo. Las envidias muy extendidas en Gades milenaria consideraban que el primer negocio de esa calle, cortada por la de Columela, era la propia parroquia en sí misma considerada, en cuya archivística y asiento de bautismos, entierros y casamientos laboraba tal escribiente de la Armada, por las tardes en horas fuera de servicio.
En las divisas del uniforme estaba bordada una pluma de ganso con el cañón bien cortado para mojarla en tintero y escribir el diario de a bordo en el cuaderno de bitácora. Educadisimo en el trato, noble de condición moral, trabajador puntilloso, cuidaba el archivo con el mismo disciplinado orden que lo hacía por la mañana en la Capitanía General del Estrecho.
Se me ha aparecido en uniforme de verano y lo traigo aquí este noviembre frío y húmedo, en la baja Andalucía, cuando ya no hay escribientes de nada sino gentes que manejan instrumentos infernales de unos y ceros sin orden ni concierto conocidos, llamados procesadores de textos que ya ni se imprimen porque, como los mensajes del arcángel Rafael a Tobías, vuelan por coordenadas astrales desde Cádiz a Babilonia para asombro de las gentes. Lo he convocado a esta columna al leer que cien cartas escritas por, o en nombre de, novias, esposas y parientes franceses dirigidas a marinos de esa misma nacionalidad y que nunca fueron entregadas a sus destinatarios durante la Guerra de los Siete años porque los habían hecho prisioneros marinos ingleses y han estado en los archivos del Almirantazgo 265 años hasta que han sido abiertas y leídas por un investigador universitario.Invoco, pues, la memoria de aquellas doscientas sesenta y cinco personas, presentes ya ante el Señor del universo desde hace dos siglos y medio cuando menos, con sus anhelos, sus inquietudes por la vida y la salud de sus hijos, esposos, amigos, padres, que hubieron de ir al escribano de Caen, o al de Concarneau o al de El Havre, o al cura de su aldea o su pueblo para que escribiera sus afanes. Las cartas las interceptó el inglés, el de la pérfida Albión, y las retuvo y no las entregó y las depositó, como manda su ordenanza, en los archivos del Almirantazgo donde nadie las ha abierto hasta que un investigador las ha descubierto y tras el oportuno placet por si había algún terrible secreto las ha leído. Las cartas fueron escritas entre 1757 y 1758 siendo el 247 sucesor de Simón bar Joná Benedicto XIV en la vida civil Prospero Lorenzo Lambertini elegido en un cónclave que duró duró seis meses, por causa de la adscripción de los cardenales a las potencias extranjeras y a los intereses de las mismas. En ese año de 1757 de nuestras cartas, reinaba en España Fernando VI, llamado «el Prudente» o «el Justo». La guerra de los Siete Años, con motivo de la cual se escribieron las cartas, hizo perder terreno e influencia comercial a Francia a favor de Gran Bretaña.