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De la Fiesta según Sevilla, a la Fiesta según el Vaticano

Daniel Lebrato
Daniel Lebrato

Una de las conversaciones más difíciles en Sevilla es hablar sobre Sevilla. Desde el momento en que hay una Sevilla (conservadora) que se arroga ser la que administra las esencias y desde el momento en que hay una Sevilla (supuestamente progresista) que imita y cultiva esa esencias, al final acaban justificando lo mismo: una ciudad eterna en lo superficial que guarda bajo su piel un alma profunda que estaría por descubrir, tesis, entre otras, de Eva Díaz Pérez en Sevilla, un retrato literario (2011).

Conservadores y progresistas, capillitas y antropólogos de la cultura, coinciden en ensalzar la ciudad (orgullo patrio que se despacha en todas partes del mundo, por feas o inhóspitas que nos resulten), sin plantear la cuestión crítica vital, que es la hegemonía: qué grupo o clase social impone a la ciudad su sello de identidad y sale ganando.

La hegemonía en Sevilla tiene dos caras: un componente laico ejemplificado en el señorito vividor y calavera (tipo Don Juan o el primer Miguel Mañara) y un componente religioso basado en la personificación y en la externalización, barrocas: nazarenos, costaleros, romeros, pero también los Judas, los belenes vivientes, el culto a las estatuas, a los exvotos, a los muertos, a las estampitas y a los símbolos externos, todo muy rentable para el Pib y para el turismo religioso. Es esa religión, superficial como ella sola, la que el Vaticano y Conferencia Episcopal han querido reconducir por la senda de la ortodoxia en confluencia con la Iglesia del Norte y protestante, mucho más interior y cerebral, y la que igualmente han querido combatir partidarios del cristianismo de base (o franciscanos como el arzobispo Amigo).

 

[blockquote style=»1″]Hoy, y con la crisis encima, la religión que le puede quedar a Sevilla es más propia del tópico de Zamora o de Valladolid que de la Sevilla de los 90.[/blockquote]

 

Ocurrió que en España, el rearme de la ortodoxia personificada en Juan Pablo II, papa tan popular como autoritario y dogmático, se vio contrarrestado por la explosión laica de la Transición y porque las fechas de Juan Pablo y del primer Psoe, el de Felipe González y Alfonso Guerra, eran las mismas: 1982. De manera que, al tiempo que Occidente financiaba el integrismo (Lech Walesa, en Polonia; el Ayatola Jomeini, en Teherán), la sociedad española, después de tanto franquismo y de tanta Ucedé, se daba a la movida irreverente con el primer Almodóvar, con Alaska, con Siniestro Total, con Toreros Muertos, con el roquero Silvio o con el flamenco fusión.

La asunción de la religión católica por parte del Psoe se tradujo en Andalucía y en Sevilla, en particular, en los mejores años de la fiesta. Presidente y vicepresidente del Gobierno, de Sevilla, habían puesto de moda las sevillanas, la Feria, la Semana Santa y el Rocío, y el Ave Madrid Sevilla fue el puente de plata para folclóricas, toreros fashion y flamenquitos, artistas todos, con aristócratas, eventos y bodas de la prensa rosa, Casa Real y grandes de España, que tuvieron en Sevilla el colmo de la vida social. Pasado aquel esplendor al rebufo de la Expo 92, cumbre y valle, las aguas volvieron a su cauce: ni el Rocío reunía el millón de personas que se decía que reunía, ni las hermandades crecían al ritmo, más bien perdían nazarenos. Hoy, y con la crisis encima, la religión que le puede quedar a Sevilla es más propia del tópico de Zamora o de Valladolid que de la Sevilla de los 90. Claro que, cuanto más integristas se muestren, más fácil será que el Estado les diga a capillitas y beatas, curas y monjas, lo que Julio Anguita, al obispo de Córdoba: yo soy su Estado pero usted no es mi religión. Y la ciudad (desde la Cabalgata hasta el Corpus), óiganlo bien, tampoco es suya.