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Del idioma español, del adámico y su síndrome

Uno se queda ojiplático viendo cómo el partido sanchista apoyó usar sin restricciones gallego, catalán y vasco en toda la actividad parlamentaria.

 

“Y Yahvé formó de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las habría de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre”.   (Génesis 2:19)

 

Así, el adámico constituyó el primer idioma de Adán y Eva en el Edén. Y lo que ha llovido desde entonces; particularmente durante el diluvio universal. La historia de la humanidad nos relata que, a partir de nuestros primeros padres, los pueblos fueron desarrollando lenguas distintas. Y hoy los estados modernos serios dedican una protección especial a sus respectivos idiomas, que son símbolos de identidad y cultura nacionales. 

 

Quizás no calculase bien Jehová que, como sucede en España, lo creado para facilitar el entendimiento entre las gentes, se utilizara en sentido contrario. Es decir, que los dialectos, o legítimas lenguas menores derivadas de un idioma grande, fueran empleados como herramientas no para unir y enriquecer, sino para alejar y empobrecer. Ejemplo paradigmático de ello es la propuesta, del pasado miércoles, de JxCat en el Senado, para reformar el reglamento de la cámara (art 84.5 y disposición adicional quinta), y hacer que las lenguas cooficiales sean empleadas en esa cámara al mismo nivel que el español. Está claro que Puigdemont, de Cerdeña a Waterloo, sigue maniobrando para mantenerse sobre el escenario político español. Para grillarlo, claro.  

 

Uno se queda ojiplático viendo cómo el partido sanchista (supuestamente de Estado) apoyó esa iniciativa para usar sin restricciones gallego, catalán y vasco en toda la actividad parlamentaria (ya está permitido en los debates en el pleno senatorial). La senadora gallega Adrio Taracida (PSOE) lo justificaba para “seguir avanzando”. ¿Hacia qué o adónde? ―me pregunto―. Porque, actuando así en contra del idioma español parece clara su intencionalidad disgregadora de la cohesión nacional. Además, tal propuesta, de prosperar, no añadiría valor ni ventaja alguna. Por el contrario, complicaría y ralentizaría la actividad parlamentaria, así como incrementaría los “costes de producción” de una institución ya de por sí lenta y redundante. Y eso, por no hablar del efecto dominó en este país de iluminados centrífugos. Ya se han alzado voces pidiendo la extensión de esa iniciativa separatista también al Congreso y a todas las administraciones públicas. 

 

¿Cabe mayor estupidez que intentar desvanecer el español en y desde España, cuando nuestro idioma es hablado por 585 millones de personas (Anuario 2020 del Instituto Cervantes)? ¿Por qué de su minusvaloración en territorios españoles, así como de la discriminación a ciudadanos en base al conocimiento de una lengua local? Y, sobre todo, ¿por qué el Gobierno, en vez de oponerse firmemente a la tropelía, la favorece? Porque la misma lógica (¿o “ilógica”?) para promocionar el gallego, el catalán y el vasco considerados dialectos del español que poco sirven para andar por el mundo, se podría aplicar para favorecer el uso del aranés, el calé, el valenciano, el bereber canario, el mallorquín, el bable, el colmenareño, el menorquín, el andaluz, el silbo gomero, el ibicenco, el orejillasordetense…, y así hasta más de 8.000 potenciales dialectos o pseudo  idiomas babélicos que pululan por la piel de toro y sus islas.   

 

Hay que ver lo que está dando de sí el idioma adámico en la España líquida. Un estiramiento que se escaquea por todas partes. Y no solo en su expresión verbal  o escrita. Porque también emerge en forma de síndrome adámico que, como se sabe, es un problema psiquiátrico, de amplia incidencia en nuestra clase dirigente, que caracteriza a las personas que no se hacen cargo de sus errores, depositando la culpa y sus faltas en los demás. Queridos feligreses y otros lectores: ¿en quién podría uno, mayormente, estar pensando?