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Dios mío, ¿que es España?

Muy pronto estará en librerías mi libro “Dios mío, ¿qué es España?” cuyo título he tomado prestado de una expresión de Ortega y Gasset vertida en su obra “Meditaciones del Quijote”.

Portada y contraportada del próximo libro de Juan Antonio Molina en www.izanaeditores.com

 

Muy pronto estará en librerías mi libro “Dios mío, ¿qué es España?” cuyo título he tomado prestado de una expresión de Ortega y Gasset vertida en su obra “Meditaciones del Quijote” y que ya entonces era manifestación sustantiva de una honda inquietud por la misma esencia identitaria de la nación y las múltiples crisis crónicas que ponían en quiebra la misma razón de ser del Estado. Sin tener que pecar de inatento, no es difícil deducir por los hechos históricos y antihistóricos que desde los amenes del siglo XIX y génesis del XX hasta nuestros días, se han venido reproduciendo como un obsesivo ritornello los mismos problemas y los mismos dramas a consecuencia de la irresolución de los mismos. La historia de España, la peor de todas las historias, según Gil de Biedma, porque termina mal, es la crónica de una permanente decadencia. Hasta en las épocas de supuesto esplendor, el germen del ocaso se intuía incrustado en los más sensibles intersticios de la nación. Aquella fantasmagoría de la que hablaba Ortega para designar a la España anterior a la segunda República, ya la había adelantado Quevedo cuando le confesaba a un amigo: “Esto no sé si se va acabando ni si se acabó, que hay muchas cosas que pareciendo que existen, ya no son nada». Es la pandemia de una frustración consuetudinaria para construir un auténtico Estado nacional, en lugar de un Estado inhábil, desde Felipe II, para constituirse sobre bases políticas y no ideológicas y, por tanto, al servicio estamental de las minorías dominantes. No existe, volviendo a Ortega, vicio político más contraproducente que hacer la historia sin razón histórica, lo que conduce a la arteriosclerosis de una sociedad constreñida en una fase destinada a pasar.

 

La historia de España, la peor de todas las historias, según Gil de Biedma, porque termina mal, es la crónica de una permanente decadencia.

 

Los territorios que en un momento determinado divergieron cultural y económicamente de esa inercia política y social, como Cataluña o Euskadi, viven una fuerza centrífuga de inadaptación que patentiza la carencia de un proyecto de país que rompa con el Estado estamental y patrimonialista que asume como hostilidad la realidad diversa del país. Es un Estado beligerante que deja de representar a la sociedad para representar a las élites y, por tanto, sin función de garante de los derechos y libertades cívicas si éstas entran en conflicto con los intereses de las minorías organizadas. Esta parcialidad institucional supone que para las mayorías sociales esté destinado lo que anunciaba la canción de Bob Dylan: “Lo que te espera en el futuro es aquello de lo que huiste en el pasado.”

Los breves paréntesis históricos a esta concepción estatal, dual y ortopédica, fueron derogados dramáticamente por las minorías dominantes hasta el momento presente, producto del término biológico del franquismo y la necesidad de mantener el tradicional régimen de poder reconociendo como adaptación ciertas libertades individuales y blindando el poder arbitral del Estado. Porque la Transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla. Como dijo Manuel Azaña de la “revolución desde arriba” de Costa, una revolución que se inaugura dejando intacto el Estado existente es un acto muy poco revolucionario. De igual manera, la Transición supuso la imposición resignada de que no había otra opción, en un contexto de orquestados ruidos de sables y maquinaciones financieras. La organización del pesimismo es verdaderamente una de las “consignas” más raras que puede obedecer un individuo consciente. Sólo han querido concedernos un derecho de descomposición bastante perfeccionado. Es decir, la vida como renuncia, convencimiento de que nada puede ser mejor.

 

Porque la Transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla.

 

Todo ello hoy tiene como excrecencia agregada la mediocridad de la vida pública con unos partidos sostenidos en las redes clientelares, la abominación de lo intelectual y el pensamiento crítico, la carencia de ideología, con lo cual a los graves problemas históricos y crónicos españoles se enfrenta una clase política que no sólo carece de la capacidad intelectual y política para resolverlos, sino ni siquiera con la voluntad de comprenderlos.