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¿Dónde está Susana Díaz?

Está en un proceso perverso donde se ha cambiado la ideología por el estado de ánimo de quien controla el poder.

 

 

Se afirmaba como un ritornello afortunado que el Partido Socialista era el que más se parecía al pueblo andaluz y, como consecuencia, existía un maridaje indisoluble entre la organización política y la ciudadanía meridional que consolidaba una hegemonía progresista de largo aliento. Y si bien esto era verdad en la base sociológica del PSOE-A, de tejas arriba, con más bien en cour, la joven clase dirigente vino a imponer una inanidad intelectual e ideológica que resituaba el acto político en una mera lucha por espacios de poder y su usufructo suntuoso. Sin haber trabajado nunca, con los estudios sin acabar, con un mediocre bagaje cultural y una desmedida ambición, estos dirigentes conmilitones del susanismo convirtieron el partido en un instrumento de fácil ascenso social a costa de desarrollar un maquiavelismo grosero y malintencionado coadyuvante de una oligarquía caciquil de espaldas a la militancia. Todo ello, supuso una atmósfera interna de aversión y desconfianza hacia el pensamiento crítico, incertidumbre ideológica, indefinición en el ámbito polémico de modelos alternativos y una red clientelar que propendía a concebir el liderazgo en términos mesianistas. Porque el clientelismo político consiste en procurar estar más cerca de alguien que de la verdad.

 

Este último factor hace que los intereses personales y la lucha por espacios de poder como fin en sí mismo se constituyan en escenarios preeminentes y condicionen el resto de factores críticos. Ello tiene el riesgo de que las contradicciones que encierra puedan adquirir una peligrosa deriva hacia una organización orwelliana. Orwell, como nos recordaba Herbert Marcuse, predijo hace mucho que la posibilidad de que un partido político que trabaja para la defensa y el crecimiento del capitalismo fuera llamado “socialista”, un gobierno despótico “democrático” y una elección dirigida “libre”, llegaría a ser una forma lingüística –y política- familiar.

 

Sin sujeto histórico creíble en la praxis, con una mediocre capacidad dialéctica en el debate público y, singularmente, una lectura artificial e interesada de la realidad, la lideresa y el burdo susanismo se fueron alejando de las bases orgánicas y sociales para recrear megalomanías y delirios de grandeza que les llevaban a querer todo el poder político, económico y social que les fuera posible, para lo que, abandonando militantes y clases populares, se pusieron a coquetear con los jefes del IBEX 35 y todo poder fáctico que pusiera oídos al ofrecimiento reverencial de servil sometimiento por parte del susanismo a los intereses del gran capital carpetovetónico.

 

Los militantes del Partido Socialista tuvieron con las primarias la oportunidad de rechazar contundentemente las irresponsables derivas de Susana Díaz y que el Partido Socialista pudiera superar las excrecencias de su crisis de identidad mientras Díaz había optado, como es sabido, por neutralizar a su propia organización, facilitar la continuidad de la derecha en el poder, contemporizar con las ideologías e intereses que en una praxis razonable debía combatir pues eran contrarios a los principios de su sujeto histórico y entidad sociológica y, todo ello, por una estrategia de ambición personal con precario fundamento político y metafísico. Tan desdibujado ha tenido Susana Díaz al PSOE andaluz en el bunker sureño que se ha creado tras la humillante derrota en las primarias, tanto ha practicado y difundido la hegemonía cultural de la derecha, que consiguió lo que hace poco parecía muy improbable: que las fuerzas conservadoras, incluso las más extremas, gobiernen Andalucía.

 

Susana Díaz atrincherada en el sur dice que se equivocó, que Sánchez llevaba razón. Un error que adquirió bulto aquel día en que en su tumba los huesos de Shakespeare se removieron con escalofríos de historia ya conocida, al Bard of Avon le pareció escuchar frases graves de su personaje Ricardo III, sin embargo, las dramática palabras no venían de los campos de Bosworth, sino de la madrileña calle de Ferraz y ese año no fue abril el mes más cruel, como anunciaba T.S. Eliot, sino octubre, en el cual Susana Díaz Pacheco había decidido quedarse, por asalto, con todo el poder orgánico en el PSOE. Era una batalla en la que la antigua catequista del sevillano barrio del Tardón, no quería hacer prisioneros, como demuestra la orden sumaria de “a éste lo quiero muerto hoy”, refiriéndose al actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Quién comete errores de esa envergadura, ¿le queda algún átomo de credibilidad política?

 

Pero Ferraz sufrió un desmayo orgánico en cuanto al caso Susana Díaz, bastándole con la sumisión de la ex presidenta  para obviar cualquier tipo de renovación del socialismo andaluz lo que se ha sustanciado en la tranquilidad de la lideresa del Tardón tras los adoquines meridionales de su barricada. La pobre oposición que realiza Díaz, el malestar de su grupo parlamentario andaluz por ningunearlo ante las acciones parlamentarias que Susana Díaz toma por su cuenta, es algo que no le preocupa a la lideresa que ha adoptado el viejo lema de Felipe II: el tiempo y yo contra otros dos, al objeto de mantener su red clientelar y volver a ser la candidata a la presidencia de la Junta.

 

La ex presidenta andaluza y su corte de agnados, cognados, afines y panegiristas no se sabe ya muy bien si representan un proyecto político o un dominium rerum que sólo acota situaciones personales. Es un proceso perverso donde se ha cambiado la ideología por el estado de ánimo de quien controla el poder. Una chabacanería metafísica, ética y política. Por ello, no le importa, ni le ha importado, dinamitar al partido o lo que sea con tal de mantener un espacio de influencia siguiendo la filosofía del general Narváez, el espadón de Loja, cuando afirmaba que en España resistir es vencer.

 

Pocos precedentes, si acaso existe alguno, de deslealtad a los órganos superiores del partido, pero, sobre todo,  a su principios, valores y a sus bases, se han dado en los más de cien años de la organización. Sobresanar una situación tan perversa de sometimiento de los intereses políticos y sociales de las clases populares a los intereses privados de unos pocos constituidos en un caciquismo decimonónico, supone la asunción, más temprano que tarde, de una radical soberanía por parte de la militancia. Esa radical soberanía no es suficiente ejercerla cuando se decida que la militancia puede votar, sino que debe ser una actitud permanente de exigencia de transformación para que cuando llegue la hora de votar sea una auténtica expresión de la voluntad de la militancia sin ningún tipo de elementos distorsionantes.