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El juego del tiempo entre el lobo y el perro afganos

Es errónea, por tanto, la especie difundida de que fue un gobierno de Zapatero quien metió a España en el conflicto afgano.

 

Entender el colapso afgano demanda el previo conocimiento de la historia de los 20 años de la intervención internacional, liderada por EE UU, en Afganistán, un territorio musulmán, vital rotonda de caminos en Asia Central, en el que la vocación tribal supera cualquier sentimiento nacional. Con ánimo meramente aclaratorio, se exponen brevísimamente algunos datos de tal historia, muy compleja y que dará para mucho; durante mucho tiempo. 

 

En respuesta a los ataques del 11 de septiembre de 2001 sobre Nueva York y Washington, una coalición militar de EE UU, Reino Unido y milicias afganas desencadenó, el 7 de octubre de 2001, la operación “Libertad Duradera”, cuya finalidad declarada era impedir que el Talibán mantuviera Afganistán como refugio seguro del terrorismo islámico. Desalojado el Talibán del poder, el Consejo de Seguridad de la ONU (CSNU) aprobaba, el 20 de diciembre de 2001, la Resolución 1.386 que respaldaba la intervención internacional y la creación de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), en apoyo del Gobierno interino de Afganistán.  

 

Inicialmente, la zona de acción de ISAF  estuvo restringida a Kabul y sus alrededores, con unos 5.800 efectivos y con mando rotatorio de seis meses, que fue desempeñado sucesivamente por Reino Unido, Turquía, Alemania y Países Bajos. Solo siete días después de la Resolución 1.386, el Consejo de ministros español, el 27 de diciembre de 2001, acordaba la participación de unidades militares españolas en ISAF. Es errónea, por tanto, la especie difundida de que fue un gobierno de Zapatero quien metió a España en el conflicto afgano. Las primeras unidades españolas desplegaron en Afganistán a finales de enero de 2002. El contingente inicial español fue de 350 efectivos (unidades de mando, comunicaciones, apoyo logístico e ingenieros, así como un equipo de desactivación de explosivos y otro de apoyo al despliegue aéreo). 

 

En agosto de 2003, ante la mezquina falta de ofertas nacionales para alimentar el  sistema de mando rotatorio, la OTAN ―en su primera misión “out of área”―, tuvo que asumir el liderazgo de ISAF. La estrategia, que diseñamos en SHAPE (Mons, Bélgica) y denominamos de “gotas de tinta”, contemplaba la creación y diseminación de Equipos de Reconstrucción Provincial (PRT), que actuarían como gotas de tinta proyectadas sobre un secante y que se extenderían progresivamente hasta cubrir, asegurar y estabilizar todo el territorio afgano. 

 

Sin embargo, tal estrategia, respaldada por la Resolución 1.510 del CSNU, de 13 de octubre de 2003, demandaba ―calculábamos los planeadores― un despliegue militar internacional de alrededor de 400.000 efectivos. Funcionó bien los primeros años. Pero, por la cicatería de las naciones, nunca se alcanzaron ni los 150.000 pares de botas sobre el terreno. 

 

Y, con el paso del tiempo, el teatro fue evolucionando desde meras operaciones de mantenimiento de la paz (Carta de NU,s, cap VI), a otro bélico que demandaba también operaciones simultáneas de imposición de la paz (cap VII). Así, las insuficientes fuerzas internacionales se vieron arrastradas a una guerra asimétrica entre la OTAN y la llamada “insurgencia” (combinación de Talibán, señores de la guerra, mulhás, cultura tribal, narcotraficantes y otros bandidos), dando lugar a la aparición del fantasma asimétrico en el horizonte político-operativo: “cuando la guerrilla no pierde, gana; y cuando las fuerzas regulares no ganan, pierden”.

 

Cansadas de un esfuerzo bélico muy caro y que no se compadecía con los resultados sobre el terreno, las naciones, a partir de 2013, empezaron a reducir efectivos y despliegues. En diciembre de 2014, se dieron por finalizadas las misiones de combate y la bandera de ISAF fue enrollada. Era el toque que anunciaba el ansiado ―y, en mi opinión, prematuro―, desenganche. A partir del 1 de enero de 2015 la misión pasó a llamarse “Apoyo Decidido” que, sobre la base del aforismo: “para cazar a un lobo afgano se precisa un perro afgano”, buscaba la “afganización” del teatro. Se redujeron drásticamente las fuerzas internacionales y las que quedaron en Afganistán se dedicaron principalmente a construir y preparar un ejército nacional afgano (ANA), que se hiciera cargo de la seguridad de su país. 

 

El 14 de abril pasado, el presidente Biden anunciaba la decisión norteamericana de retirar sus fuerzas antes del 11 de septiembre de este año. Así, un país abrasado por la corrupción, con un supuesto Ejército sin voluntad de vencer ni sentimiento nacional alguno, quedó a su suerte. Lo que ha propiciado que la insurgencia haya vuelto por sus fueros derribando, en 10 días, casi sin disparar un tiro, lo intentado construir durante los últimos 20 años. 

 

Con gran tristeza y frustración por el enorme derroche de sangre, dinero y esfuerzos que se ha hecho en Afganistán, habrá que reconocer paladinamente que la situación actual supone un enorme fracaso de la Comunidad Internacional, así como una derrota de la OTAN. En 20 años, ninguno de tres esenciales objetivos: seguridad, gobernabilidad y reconstrucción ha sido plenamente alcanzado. Y, lo logrado, ahora se está esfumando.  ¿Acaso esto entraba en la negociación EE UU-Talibán en Doha? 

 

La UE no ha sido capaz, ni tan siquiera, de prever e instrumentar una coordinación europea para la evacuación de sus nacionales civiles y colaboradores locales. ¿Acaso estaba de vacaciones el flamante Mando de Transporte Aéreo Europeo (EATC) de Eindhoven? En este desorden de cosas hay que reconocer la inteligente finta, de último momento, del Gobierno español, ofreciendo España (B.A de Torrejón) como puerto de acceso, control, filtro y tránsito para evacuados desde Afganistán. Iniciativa a la que, para salvar la cara, se han adherido fulminantemente las autoridades de Bruselas (visita de ayer a Torrejón de la presidenta de la Comisión, von der Leyen y el presidente del Consejo de la UE, Barnier). 

 

El caos en el aeropuerto de Kabul y, sobre todo, los casi 1.000 kilómetros de distancia desde  de la zona de operaciones española (Herat, Qala-i-Now, Ludina, Moqur…), dificultan enormemente que los locales que colaboraron con las tropas españolas pudieran, ni tan siquiera, llegar a Kabul. Sin embargo, la evacuación de estas personas y sus familias (alrededor de 1.000 personas) podría más fácilmente hacerse con la imposición de un pasillo sanitario (auspiciado por la ONU), para exfiltrarlos hacia las próximas fronteras de Turkmenistán o Uzbekistán (Irán parece más utópico). Merecería la pena. Si hubiera voluntad política podría intentarse.  

 

El futuro es una incógnita. ¿Volverá el Talibán a convertir Afganistán en refugio seguro del terrorismo islámico? ¿Estamos a las puertas de una enorme crisis humanitaria en Afganistán? ¿Habremos de prepararnos para una tremenda crisis migratoria sobre Europa? ¿Merece la pena hablar ahora de lecciones aprendidas cuando ha fallado la gestión de los tiempos?

 

Me viene a la memoria la anécdota de cuando, en los 60 del siglo pasado, el primer ministro chino Chu En-Lai a la pregunta de un político francés sobre los resultados para la humanidad de la Revolución Francesa de 1.789, el chino respondió: “todavía es muy pronto para extraer conclusiones definitivas sobre ello”.