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El Militante Indignado

La tribu andaluza en el poder no es inmune al cáncer de la inquietud interna.

Los conozco. No son un colectivo homogéneo y borreguil. No es la audiencia de un líder iluminado, dispuesta a seguirlo hasta el abismo. Ni tampoco una panda de paniaguados que aguanta lo que sea por su paguita a fin de mes.

Sobre el fenómeno, más de uno y más de dos se preguntaron, en su momento: “¿Cómo pueden seguir votando al PP, con toda la mierda que está saliendo?”. Y ahí seguían los sondeos, maravillándonos, mes tras mes. Punto arriba, punto abajo. El partido alpha, como decían algunos. Inasequibles al desaliento, sus apoyos.

Me viene la reflexión de que, en lo más hondo de nuestro comportamiento social, hay dos motivaciones— que no son excluyentes —. Por un lado, la inercia — la tradición —,el modo en que todo se hizo siempre. El miedo es la otra. Ello nos convierte automáticamente en conservadores de nosotros mismos. De nuestra esencia, de nuestro articulado intelectual o político. De nuestro Betis o nuestro Sevilla. De nuestro lo que sea, siempre que sea nuestro y esté bien incrustado ahí dentro. Porque, más allá, está la razón. Que ya se sabe, engendra monstruos. El monstruo del por qué, para qué y esas preguntas incómodas. Incomodidades íntimas.

 

Un movimiento social o político tiene éxito — todo el éxito — cuando cala de tal modo en el inconsciente de un pueblo, que termina convirtiéndose en inercia, tradición, esencia.Y, por tanto, miedo a todo cambio.

 

La piedra angular de un “nosotros” acomodado. Tribu eterna con enseñas y pendones. En su interior, cualquier batalla por el liderazgo será autofágica e interiorizada. Se llevará con sordina, amortiguada. Cuchillos cachicuernos y heridas, que serán lavadas de inmediato. Luego, públicos esplendores y unanimidades. Lógico, pues, que los del PP evitaran las primarias durante tanto tiempo.

La tribu andaluza en el poder no es inmune al cáncer de la inquietud interna. “No es posible. No puede ser”. O eso se dicen muchos de sus partidarios. Muchos y muchas, que los he oído. Una y otra vez, de un modo o del otro. Y vuelvo al párrafo con el que comencé. Que no los desprecien con simplezas — “el pesebre”, “la mamela” —. Que ahí hay gente honesta. Gente con ideales. Gente que aún cree en esto. Esto del puño y la rosa, quiero decir. Esto de Blas Infante y la verdiblanca. Gente que curra lo suyo, todos los días — y no “que se curra lo suyo”, que es diferente —. Que no son todos una panda de desalmados, como piensan los de otras bancadas. De eso, nada.

El cáncer está en que esta gente, al ver la mierda que está saliendo, hacen así, con la mano, y dicen: “¡cosas del ABC!”. Pero luego resulta que también las saca ElDiario, de Nacho Escolar. Y después, el Confidencial Andaluz. Y, al fin, termina el consejero que sea pidiendo perdón, a trancas y barrancas. “Susana, ¿esto cómo es posible?”, preguntan extrañados, en la intimidad política, vigilando que no trascienda comentario alguno. Silencio en redes sociales. Caras serias en los trabajos.

 

Desde dentro, les vienen diciendo que no se preocupen, que los sinvergüenzas son dos o tres. Y que ya los tienen fuera. Que no le echen cuenta a la basura de la derecha, que lo exagera todo.

 

«Que sí, que hay problemas, pero ya lo arreglamos nosotros. Y menos mal que estamos nosotros, que si estuvieran los otros… Entonces no serían dos o tres, sino doscientos o trescientos, como en Madrid y Valencia. Por cierto, ¡mira que guay ha quedado el nuevo centro de cría del Lince Ibérico! ¿Sabes que está ahí currando el novio de Vanessa?»

Solo que a tres o cuatro de estos abnegados militantes ya les viene sonando esta historia. Se la contaron hace meses, cuando el escándalo anterior. Que todo es un poco de lo mismo. Y, entre medio, uno de ellos tuvo que ir a urgencias por este motivo o el otro, y se la encontró atestada, como siempre. Mientras esperaba, le vino al oído el comentario de uno que andaba por allí: “de aquí quitan el dinero que se funden en coca y en putas. Al volverse, se percató de que el tipo no tenía pinta de pijovaina, sino de gente normal, como uno mismo. De persona enferma, harta de esperar.

Al salir de urgencias, uno va cariacontecido, en silencio. Pasan días, semanas. Nuestro hombre ve telediarios, lee noticias. El relato de la realidad se le va haciendo complejo, inextricable. Los compañeros de militancia le preguntan, pero no hallan en él el espejo de las respuestas de siempre.

“Ya se le pasará…”

De uno en uno, de dos en dos, se crea así un nuevo humor de difícil comunicación. Porque es humillante confesar que las siglas de antaño vienen protegiendo cosas que uno jamás pensó que llegarían a proteger. Y perteneciendo a dicho club, es imposible manifestar el asco, la pena, la indignación o la disconformidad sin ser señalado con la peor de las acusaciones: la traición. Aunque dicho silencio conlleve la traición a uno mismo y a los ideales que le llevaron en su momento a optar por una militancia concreta.

Pero no corren buenos tiempos para los ideales. Ni para la libre expresión de la opinión, dentro de los partidos políticos.