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Franco murió en la cama

La Constitución de 1978 fue fruto de la conciliación, no de una reconciliación 

 

¡Que no te reinterpreten el pasado!. Tras la muerte del heredero político del dictador, el Almirante Carrero Blanco, y la suya propia, se puso en marcha algo a medio camino entre la reforma deseada por los franquistas y la ruptura reclamada por la oposición democrática, lo que podríamos considerar como una “ruptura consensuada”, que se plasmaría en una autoinmolación del franquismo, el perdón por sus actuaciones pasadas y su derecho a participar activamente en el nuevo régimen democrático, a la vez que la legalización de todos los partidos políticos, sin excepción.

 

Ni el rey, ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni los gobiernos occidentales, ni ETA, ni los nacionalistas vascos y catalanes, ni los socialistas, ni los comunistas, ni los demócratas cristianos, ni los liberales, ni los izquierdistas, ni siquiera el propio pueblo español, pudieron acabar con la sanguinaria dictadura franquista.

 

Franco murió en la cama y tan sólo el inexorable paso del tiempo acabó con él. No hubo revolución triunfante alguna. Tras 1939 no hubo una nueva guerra en la que fuera derrotado tal como sí ocurrió con Hitler o Mussolini. Si nos olvidamos de cómo fue todo en la realidad, corremos el riesgo de asumir reinterpretaciones interesadas que podrían intentar edificar un país con un futuro con pies de barro al estar construido sobre unos pilares que no serían los propios de la idiosincrasia de sus habitantes.

 

Todo esto lo sabemos bien los que durante el tardofranquismo fuimos activos contra el régimen franquista y tuvimos que soportar con gran vergüenza ajena que más de medio millón de personas rindieran homenaje al cuerpo presente del “generalísimo”, además de la asistencia de altos representantes de los principales países democráticos del mundo, entre ellos el vicepresidente de los EEUU, para rendir un último homenaje al dictador.

 

No nos engañemos, los demócratas españoles estuvimos solos durante casi cuatro décadas; el hipócrita pragmatismo de casi todos los países occidentales hizo que no tardaran demasiado en establecer relaciones diplomáticas con un gobierno fruto de una sublevación militar contra el poder legítimamente constituido gracias al resultado de las urnas, tambiién la Unión Soviética gradualmente a partir de 1963, y ninguno apostó decididamente por el final de una dictadura que hacía valer su anticomunismo como bandera de enganche en la esfera internacional occidental. La ONU admitió la entrada del régimen en la comunidad de naciones en 1955, sólo ocho años después de su creación tras el final de la II Guerra Mundial, y desde entonces realmente nunca lo cuestionó.

 

El propio sucesor del dictador fue impuesto por éste y jamás se ha sometido a un veredicto popular directo sobre esta decisión. Es más, la transición hacia la democracia no la dirigieron los partidos políticos, ni los democráticos tradicionales, ni los nuevos nacidos tras el final de la dictadura, sino que la pilotó un burócrata “lustrado” del régimen elegido a dedo por un jefe del estado heredero del dictador. Todo atado y bien atado: la siembra durante décadas del miedo a lo desconocido había cosechado una idiosincrasia popular sometida a pies juntillas a las decisiones del régimen, y la sucesión a la jefatura del estado fue una de las más “inteligentes”.

 

Bueno, casi todo quedaba atado, ya que fue la economía la baza incontrolable que frustró el modelo político trazado para el futuro del estado por el dictador y también la que favoreció la gran victoria socialista de octubre de 1982 en las urnas, lo que realmente representó la definitiva consolidación de nuestra democracia. Si por entonces la economía hubiera ido a mejor, tal vez con el tiempo el sucesor “natural” de la UCD hubiera sido Alianza Popular, y no el PSOE, pero la situación económica requería una intervención de urgencia que no permitía que transcurriera el tiempo suficiente para que la opción de los populares madurara, tal como sí ocurrió más tarde en 1996.

 

Que nadie saque pecho y mucho menos los políticos de las nuevas generaciones que por ignorancia del pasado, o mintiendo conscientemente sobre él, nos quieren vender una realidad que no fue tal. La democracia llegó, por supuesto, y el que escribe la disfrutó como el que más, pero como un beneficio colateral inexorable de la evolución del propio régimen para lograr su viabilidad económica y fruto de un pacto que, por muy doloroso que nos resulten sus términos a algunos, debería seguir siendo respetado por unos y otros. Todo lo que legalmente quedara al margen de dicho pacto es susceptible de ser reclamado, pero siempre con la suficiente honestidad y lucidez de su proyección a un mejor futuro para todos.

 

Como suele ocurrir, no todo lo programado se cumple al pie de la letra, pero ignorar de dónde venimos podría ser alto perjudicial para construir un futuro robusto para nuestros ciudadanos tras la pandemia: el pelo de la dehesa sigue estando aún presente en la mentalidad de no pocos ciudadanos españoles, y también de algunos de sus representantes políticos, lo que hace que las opciones totalitarias no sean del todo descartables, por lo que ignorarlas o no establecer cordones sanitarios sobre ellas podría provocarnos sorpresas muy desagradables.

 

Tres generaciones después de finalizada la dictadura, carece de sentido que nos planteemos con efecto retroactivo las medidas adoptadas para que la transición hacia la democracia fuera viable, tal como está ocurriendo ahora con la Ley de Amnistía de 1977, que tuvo su precedente en el Real Decreto de 1976 sobre amnistía política, poco antes del referéndum sobre la Constitución. Una cosa es restituir derechos expropiados por el régimen franquista y dialogar democráticamente sobre una memoria histórica compartida para que las nuevas generaciones no olviden nunca las bondades que ofrece un sistema democrático y las maldades de otro totalitario, y otra muy distinta es someter a juicios de valor jurídico con efecto retroactivo las medidas adoptadas para hacer viable la llegada de la democracia en un contexto histórico de conciliación entre los españoles tras la muerte del dictador en una cama.

 

La Constitución de 1978 no fue fruto de una reconciliación, o sea, de una vuelta a la “amistad” entre los españoles, tal como erróneamente sostienen la mayoría de los autores y de los políticos, sino de una conciliación histórica, esto es, de un acuerdo para evitar un litigio, de ahí las brechas que ofrece la actual Carta Magna.

 

Mientras no se afronte de cara mediante una legislatura instituyente, más que constituyente, en el sentido de establecer algo de nuevo -no de elaborar algo nuevo, ni tampoco de una mera reforma de algunos artículos, que la actualice al siglo XXI- tanto en su contenido, como en su espíritu, teniendo en cuenta que ya más del 20% de la población nació después de la aprobación de la actual Constitución, siempre habrá debilidades institucionales originadas por dichas brechas y por una obsolescencia propia de los cambios de nuestra sociedad fruto de nuevas realidades, tales como la presencia de la técnica de una manera aceleradamente intensiva.

 

Los nativos demócratas y los migrantes demócratas deberíamos establecer puentes de comunicación permanentes para que la historia no vuelva a ser escrita por los vencedores y sea el reflejo de la verdad sobre lo acaecido. Ser nativo demócrata por haber nacido tras el final de la dictadura es una ventaja importante, pero haber vivido el tardofranquismo como aspirante a demócrata te ofrece otras ventajas comparativas que te permiten ser más consciente de la fragilidad de la democracia y de la necesidad de trabajar día a día por mantenerla.

 

Reparar los daños de la dictadura es legítimo y deseable, sin la menor duda, pero no es incompatible con aceptar como parte de la historia un periodo negro en el que, al igual que en Alemania o Italia, la sociedad española no fue ajena a su advenimiento y, muy especialmente, a su mantenimiento durante décadas. No pretendamos dinamitar la historia y volver a 1975 para intentar cambiar el curso de los acontecimientos y aparquemos definitivamente el gen del cainismo que de manera maniquea suelen manipular determinados poderes hasta convertirlo en el desencadenante de las guerras civiles; edifiquemos juntos un buen futuro al menos para nuestros hijos y nietos, lo que, al fin y al cabo, es la verdadera razón de ser de cualquier organización social, económica o política.

 

En este contexto, algunos de los que utilizan el calificativo de comunista como un insulto a políticos presentes hoy en legislativos y ejecutivos en nuestro país, deberían repasar la historia y aceptar de una vez por todas que el partido comunista y su líder de entonces faciltaron enormemente la conciliación. Crear una verdad alternativa es hacerse trampas al solitario, además de una injusticia con la verdad de la historia y con los políticos que se consideran herederos ideológicos de aquellos comunistas, si bien, en el fondo, hoy más que comunistas son marxistas a la vieja usanza, los últimos políticos románticos.

 

Si queremos trabajar de forma eficaz en pro de la consolidación de una democracia para el siglo XXI, hagamos entre todos que el pasado forme parte de nuestra historia y atendamos al presente y al futuro de los ciudadanos y ciudadanas de este país, mirando hacia delante con la lucidez suficiente para afrontar dos de los grandes retos que se les plantean hoy a los españoles: alcanzar una conciliación estable entre generaciones, por una parte, y entre territorios, por otra, por encima de las hiperideologizaciones. Y esto hay que hacerlo intentando eludir cualquier intervención mesetaria tóxica que pudiera hacer descarrilar dichos procesos de diálogo y conciliación, pero también reconociendo el papel del Estado como garante del cumplimiento de nuestro acervo legal y de la cohesión entre los diferentes pueblos y sus culturas. Todo lo demás es seguir mareando la perdiz a beneficio de inventario de unos o de otros.

 

PD. Cuidadín con los actuales movimientos negacionistas en Europa de dudosa espontaneidad que están tomando las calles para protestar por algo tan solidario como son las medidas de control para intentar evitar los problemas de salud pública derivados de la COVID-19; la mano que mece la cuna del monstruo totalitario disfrazado de libertario podría estar detrás de los mismos y, en cualquier caso, de su capitalización política. Los absolutismos no se basan en la razón, sino en la manipulación de las emociones, de manera que sus alianzas son siempre coyunturalmenten interesadas, por lo que no sería sorprendente que de la noche a la mañana pasaran de ser los que encabezaran los movimientos luditas, a convertirse en los aliados fatídicos del poder tecnológico. Dicho de manera vulgar, a los totalitarios les cabe un barco con tal de acceder al poder, en Italia llegaron a autodenominarse como movimiento socialfascista, y  en Francia hoy uno de sus pilares electorales es el movimiento sindical.

 

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