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La canción del ‘no pasó nada’

Tratan de presionar a los magistrados e influir en la opinión pública esparciendo la especie de que, en Cataluña, en el otoño de 2017, no hubo ni rebelión, ni sedición, ni malversación.

 

Mientras se desarrolla el juicio a los golpistas catalanes, el coro de los que tratan de rebajar la gravedad de los hechos juzgados entona la canción “no pasó nada”. La misma que la cantada desde el banquillo. Y así, los separatistas tratan de presionar a los magistrados e influir en la opinión pública esparciendo la especie de que, en Cataluña, en el otoño de 2017, no hubo ni rebelión, ni sedición, ni malversación. Es además un relato mágico, en cuyo desarrollo todos los cantantes se revelan como estupendos prestidigitadores. Porque, en notable exhibición ilusionista, esfuman tanto a los catalanes no independentistas como al resto de los españoles al desposeerles, por arte de birlibirloque, de los derechos que sobre Cataluña todos tenemos.

Esto no ha hecho más que empezar. Hasta el momento solo se ha oído a los acusados, quienes han contado con tiempo y dinero suficientes para contratar abogados de postín y preparar sus defensas. Y se han declarado inocentes, como suele suceder con la mayoría de los sometidos a juicio penal. Los del banquillo, obviamente, solo cuentan su versión, sabiendo que pueden mentir impunemente. Pero qué gran diferencia entre el antes y el ahora. Entre las manifestaciones públicas de júbilo y suficiencia mientras se mofaban de los autos del TC y alardeaban de la “desconexión”, y su presente y poco gallarda actitud borreguil de negar lo que todos vimos. En todo caso, habrá que esperar a las pruebas y las declaraciones de peritos y testigos, en las que ambos tienen obligación de decir verdad.

Un argumento asimismo en expansión ―esto empieza a parecerse a un meditado plan de decepción operativo―, es que nada delictivo debieron hacer los ahora acusados cuando, en su momento, el Gobierno no actuó para atajarlo. De esta forma, ponen a Rajoy frente a su tancredismo, por no abortar inmediatamente, por ejemplo, aquella sediciosa sesión del parlamento catalán del 6-7 de septiembre de 2017, en que se aprobaron “leyes” que se pasaban la Constitución por el forro de ya se sabe qué. O por la demostrada incapacidad del Gobierno en impedir la colocación de unas urnas trucadas, en una consulta sin garantía alguna, que ahora nadie parece saber todavía cómo aparecieron, o ni tan siquiera cómo se pagaron. Hay, incluso, quien pérfidamente apunta contra los mandos militares de Cataluña, apelando al artículo 476 del Código Penal. Todo vale…

Aquel coro trata de abonar el terreno para el indulto, en el previsible caso de condenas a los acusados. Astutamente, va filtrando y vendiendo la conveniencia de optar por “su” mal menor. Es decir, aventurar un horizonte político inestable, en el que los separatistas catalanes no posean fuerza suficiente para unilateralmente independizar a Cataluña, pero que sí la tengan para desestabilizar permanentemente a España. Argumento bastante incompleto, porque esa pretendida capacidad de desestabilización será función del tipo de Gobierno que salga de las generales del 28-A. Es decir, de si el próximo Gobierno tenga o no que depender de los separatistas como sucedía con el actual de Sánchez.

Esa es la cuestión central. Porque tales comicios aparecen como una suerte de plebiscito sobre si se quiere una aplicación estricta del estado de derecho (Constitución y ley) o, por el contrario, se pretende revivir la fallida estrategia del diálogo y la negociación con los que solo quieren hablar de autodeterminación.  La campaña, por tanto, se adivina decisiva y enmarcada por las siguientes claves: Cataluña como pivote esencial; la movilización del electorado para reducir la abstención; y la crispación en el lenguaje electoral.  Ahí nos veremos las caras.