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La Cultura no es un adorno político

El valor estratégico de la cultura como difusor de estándares simbólicos y comunicativos.

 

Para Wendell Pierce, el rol de la cultura es tal que da forma a cómo reflexionamos como sociedad sobre quiénes somos, dónde hemos estado y a dónde esperamos llegar, todo lo contrario al simulacro cultural que el poder de las élites utilizan como excusa para desvertebrar las identidades culturales, para silenciar el sesgocrítico de la creación, para construir el conformismo de la opinión pública, para desmantelar el basamento identitario de los territorios buscando la uniformidad retardataria que tan mal se compadece con nuestro Estado autonómico. Para los conservadores el poder se sustenta en la capacidad para inducir culpabilidad y para ello necesita una sociología sin conciencia identitaria, que es lo que favorece la cultura. La culpa siempre de las victimas, nunca de los verdugos. Para la derecha, cultura delenda est porque sabe que, como dijo José Martí, “la madre del decoro, la savia de la libertad. el mantenimiento de la República y el remedio de sus males es, sobre todo lo demás, la propagación de la cultura.»

 

La cultura como herramienta emancipadora debe satisfacer los requisitos que Bonet sugería para las políticas culturales: el valor estratégico de la cultura como difusor de estándares simbólicos y comunicativos; base en la que fundamentar las identidades colectivas; por tener efectos positivos, tanto económicos como sociales, al desarrollar la creatividad, la autoestima y una imagen positiva de las personas y los territorios; y finalmente por la necesidad de preservar el patrimonio colectivo de carácter cultural, histórico o natural. El país es un lugar que conforma la vida cotidiana y por ende las culturas, los hábitos de vida, la política, las dinámicas económicas, las geografías, infraestructuras, equipamientos cívicos y sociales, los servicios y calidad de bienestar de los ciudadanos. El territorio adquiere una decisiva y creciente presencia y dimensión en cuanto incide en lo más íntimo y cercano de nuestra existencia, así como en la producción, el consumo y en los conocimientos.
Sólo la cultura transforma la sociedad y abre nuevos caminos para el progreso. En el mayo del 68 francés convergían las consignas estudiantiles de “cambiar la vida” con la historia de las reivindicaciones obreras. Jacques Rancière expresa que en el nacimiento de la emancipación proletaria lo esencial era cambiar la vida, la voluntad de construirse otra mirada, otro gusto, distintos de los que les fueron impuestos. De ahí que concedieran una gran importancia a la dimensión propiamente estética del lenguaje, a la escritura o la poesía.

 

Porque sólo desde la cultura se puede cambiar la lógica del pensamiento único que controla a ciudadanos y Estados. Ya advirtió Herbert Marcuse que la realidad social, a pesar de todos los cambios, la dominación del hombre por el hombre es todavía la continuidad histórica que vincula la razón pre-tecnológica con la tecnológica (…) reemplazando gradualmente la dependencia personal, del esclavo con su dueño, el siervo con el señor de la hacienda, el señor con el donador de feudo… por la dependencia al “orden objetivo de las cosas”: las leyes económicas, los mercados, etc.

Las etapas más fértiles de la izquierda en Europa, las más imaginativas en el ámbito ideológico e identitario se han debido a la conjunción de intelectuales y trabajadores caminando en un mismo sentido transformador de la sociedad. El Mayo francés es un paradigma histórico de la concurrencia de estas fuerzas en la expansión de los valores de progreso que consolidaron la sociedad de bienestar. La realidad actual es muy distinta. Todos los avances sociales conseguidos durante décadas están en peligro. La derecha aliada con los poderes fácticos económicos y sociales ha conseguido que la desideologización y el hiato del acto político consoliden la irreversibilidad del pensamiento único y excluyente para que el debate quede en manos de la tecnocracia. Pero siendo esto grave, es más grave aún que la socialdemocracia se haya alineado con la supuesta eficacia de la gestión en el escenario perverso desarrollado por la derecha. La izquierda se nutre de una obsesión tecnocrática que le impide reencontrarse con la pulpa nutritiva de su propia esencia política e ideológica.

Esta laxitud ideológica en la izquierda puede producir, también en el ámbito de la cultura, o quizás con más hincapié en este contexto, una escoria conceptual que banalice la potencialidad política de unas adecuadas y serias acciones culturales, constreñidas por una inercia de funcionarización y rigidez que maltrata sus objetivos trascendentes. Carece de sentido desde los ámbitos institucionales la discontinuidad cultural creciente con escasa capacidad de ubicación en el imaginario colectivo, la profesionalización de los responsables de las políticas culturales ajenos a la actividad artística, el fárrago administrativo que impone criterios de idoneidad dispares a las demandas ciudadanas y a los modelos de consumo identitarios de la población o el encaje de responsables políticos en los ámbitos institucionales relacionados con la cultura por motivos extraños al propio mundo cultural. La cultura no puede ser un adorno de la política, un atrezo frívolo del lenguaje del poder.