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La visible vejez

La tragicomedia de la vida no consiste en ser viejo, sino en haber perdido la juventud en mini pasos inapreciables.

 

Coincidí en los solicitados ascensores del Hospital Virgen del Rocío con un conocido, antaño garboso ‘hombre del tiempo’.

Lo reconocí a punto de introducirse en la caja volandera, mientras yo esperaba otra oportunidad. Ante su declive a consecuencia de una enfermedad degenerativa y del erosivo transcurrir de los años, quedé impresionado por la lozanía perdida. Decrepitud sobornada por uno mismo ante la dichosa manía de engañarnos cada día, ante el espejo de las verdades.  

Me toquetearon los órganos anexos al varonil pendón y salí del edificio conturbado por la obligada exposición. Dolorido e impresionado por la imagen del meteorólogo.

 

No obstante, sacudí mis cenizas

 

E inicié una carrerita artrítica para tomar el 37. Sorteé la humanidad anclada en el pasillo del autobús para hacerle compañía al motor y escuchar sus repiques monótonos del chocar hierros contras hierros, cual hacendosa fragua medieval.  

Supongo me vería meditabundo, pero al instante una señora de expresión atractiva, de unos cuarenta años me dijo. «Caballero, siéntese», al tiempo de levantarse con aire desenvuelto. Noté un rubor oportuno. «De ningún modo. No soy tan viejo, puedo ir de pie sin dificultad. Es usted muy amable».

Insistió pero no cedí. Un orgullo larvado en lustros caballerosos protagonizó una mentira. ¡Me hubiese venido muy bien acomodar las posaderas, y más por un dolor progresivo de las partes sobadas!

 

No quedó ahí la cosa

 

Nada más entrar en el tranquilón ‘tranvía’, otra señora también me brindó su asiento. Y otra vez volví a repetir la misma frase de cortesía y, sobre todo, lo de no ser tan viejo…

Cuando bajé, una parodia de protestas de los bomberos ante el Ayuntamiento por el envejecimiento de la plantilla me hizo pensar en una vejez empeñada en ser la etapa más rápida en llegar. 

Sorprendido por la racha, dispuesto a afrontar más envites en el peatonal camino de regreso, llegué a casa y de inmediato me miré en el espejo detenidamente a la búsqueda de respuestas.

 

Después tuve una tentación felizmente superada

 

La de no abrir el álbum de fotografías antiguas porque la tragicomedia de la vida no consiste en ser viejo, sino en haber perdido la juventud en mini pasos inapreciables, pero palpables en las amarillentas fotos.   

Cuando termine estas intimidades procuraré la dirección de Xochytl Greer, señora estadounidense por haberse sometido a varias operaciones estéticas de pómulos, nariz, labios y liposucciones por importe de unos 20.000 euros (¡quién los tuviese!) para parecerse a la princesa de Sussex.

Ahora se siente feliz cuando se mira al espejo. Más cuando su pequeña hija Isla dice cuando ve a la ‘verdadera’ en televisión: «¡Mami, mami…!».     

No pretendo parecerme al príncipe Enrique, en absoluto. Salpicado de pecas, rojizo cabello y con la servidumbres de los tintes… ¡Sería un numerito televisivo!

Desearía volver a ser como yo a los 25 años, más o menos, bajo certificado de garantía en el cual diga expresamente:

«Ante la posibilidad de una cesión del asiento en un autobús urbano ─prueba irrefutable según el cliente─  se le devolverá el importe». La empresa usará los procedimientos judiciales previstos en caso de recurrir a testigos falsos.

Llegar a la vejez consiste en constatar una estupefacción vulgar, después de tantos afanes para acoplarse a esta selva con apariencias civilizadas, para acabar todos en el mismo lugar. Descoordinados nuestros átomos, perplejos universos desintegrados.

Es la ‘exquisita inmundicia de la gloria’ ─frase de Gabriel García Márquez─ al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo.