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Mal menor

¿No será que el quid de la democracia no se resuma meramente en votar, sino en que eso sirva para corregir y solucionar los problemas?

 

Nada, seguimos en el charco. A la mayoría de los que nacimos y vivimos nuestra juventud durante la “oprobiosa”, y no digamos a los nacidos a partir de 1975, nos aseveraron que, fallecido el dictador, la democracia nos facilitaría la vida y que todo mejoraría en España. Y, con ese convencimiento, se abordó una transición que los políticos de turno nos vendieron como modélica e incluso exportable. Durante algunos años, pareció que las cosas iban a mejor. España entró en la OTAN y, seguidamente, fue admitida en las Comunidades Europeas (hoy Unión Europea).  Cristalizaba pues aquel anhelo sintetizado socarronamente por los humoristas Tip y Coll en el remate de sus espectáculos: “¡Por fin…, ya somos europeos!”

Y hete aquí que resulta, a las puertas del tercer decenio del siglo XXI, que uno empieza a preguntarse si no nos estarán dando gato por liebre. Se extiende el desencanto al percibirse que esta democracia hiperventilada que nos hemos fabricado, en la que proliferan todo tipo de gérmenes políticos, está trampeando. ¿No será que el quid de la democracia no se resuma meramente en votar, sino en que eso sirva para corregir y solucionar los problemas?

El ejercicio del voto ―pienso―, debe conformar un desempeño curativo; no dañino. Y, sin embargo, me temo que no somos pocos los que, tras la reciente orgía “votacional”, de un mes de duración (entre el 28-A y el 26-M), tenemos la sensación de que no estamos, ni vamos a estar mejor que antes. Los partidos políticos nos han metido en una fenomenal bullanga por el descarnado reparto de pesebres y sinecuras. Un impúdico espectáculo      ―” yo te doy aquí si tú me pagas allí” ―, que parece encontrar su razón de ser en el exclusivo disfrute de la poltrona.

La constitución de los equipos de gobierno en los ayuntamientos primero, y ahora la de los gobiernos autonómicos han transcurrido y transcurren en una atmósfera general de bronca y crispación, que acrecienta la pandémica perplejidad democrática que sufrimos. Quizás, el más perverso subproducto del trapicheo democrático sea constatar cómo algunos ya aceptan como normal o, si se quiere, inevitable, el afianzamiento de los idearios, fabricados desde los propios órganos estatales, para minar la Nación y bloquear el Estado.

 

Desde esa óptica, ha sorprendido la decisión de Manuel Valls, candidato frustrado a la alcaldía de Barcelona, de apoyar con su exiguos pero decisivos votos a que Ada Colau se haya revalidado como primer edil de la Ciudad Condal.

 

 

No seré yo quien se muestre satisfecho porque esa dama, maestra de la ambigüedad y apóstol del escrache, haya vuelto a manchar el ayuntamiento de Barcelona. Pero el ex primer ministro francés ―similarmente a Ulises optando por acercarse a Escila, para evitar navegar junto a Caribdis―, ha impedido que el separatista Maragall se hiciera con esa alcaldía tan relevante. Lo de don Manuel ha sido como un chispazo entre dos tinieblas. Una envidiable puesta en escena de la teoría del mal menor. A ver si cunde el ejemplo.

Estamos a tiempo de evitar perder más el tiempo. Así como de incrementar la inestabilidad e ineficacia de un Gobierno en funciones. Si los liberales de C’s reniegan de su función natural de bisagra, ni siquiera serían descartables nuevas elecciones. Éstas serían una salida mejor que un Gobierno sanchista con concurso de neocomunistas, separatistas, filoetarras y criptonacionalistas. Tengo el pálpito de que unas nuevas generales aclararían el panorama político. Porque, los llamados emergentes (P’s, C’s y Vox) se hundirían, cuando apenas han acabado de sacar la cabeza del agua. Se podría entonces recuperar la denostada senda del bipartidismo. Vaya, por aquello del mal menor.