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Monotonía coloreada

Hoy la realidad pulverizó la imaginación más desbordante.

 

¿Eran monótonas las infantiles primaveras? Como la vida nos embarcaba en ciclos uniformes recurríamos a la necesidad para hacer trizas los monótonos capítulos existenciales. ¡Los primeros años, los bañados por el bullicio de una calle, la misma sin ser la misma, tránsito  de limpias aguas de alborozos! Hoy la realidad pulverizó la imaginación más desbordante.

 

Aquella calle de relieve granítico gerenero sufría el paso de tercos mulos arrastrando carros de madera y hierro, centellas fugaces escapadas de sus ruedas; carreteros blasmemando en arameo, guturales voces exasperadas; caramillos de afiladores tras artilugios para molar; pregones de los vendedores de búcaros, generosas angarillas sobre aburridos borriquillos; músicas de bandos anunciadores de próximas procesiones; presumidos taxis, amarillos y negros, Fiat Ballilla, ante el aparatoso gasógeno de otros; señoras de generosos polvoretes y carmín al ritmo de coqueteos; destartaladas bicicletas encubriendo su pertenencia; carrillos de mano de alargada batea aparcados en la Plaza de los Carros; muchas alpargatas con suelas de goma; pregoneros de rifas;  ‘zapateros’, esas libélulas rojas o amarillas, solícitas para ser capturadas sobre un palito, trofeos exhibidos entre los intersticios de los dedos; la llegada de alguna azulada, gigantesca, diagnosticada como venenosa, evocadora de la presencia del mal, poniéndonos en fuga; un cuentahílos del bisabuelo, beneficiado de protección porque todavía existe, acaparador de una cola de ojos curiosos para huir espantados ante la visión amplificada y terrorífica de los insectos capturados; el esperado número de la cabrita, la trompeta y la niña pidiendo, embrión de circo; regadores, manga en mano, arte en la precision; pelotas de trapo destripadas; guardias municipales a la caza de niños por gritarles ¡Guindillas…!; bolsitas portadoras de canicas;  perros en apasionado amor; aros de hierro escapados de las guías; sillas de enea atentas a las tertulias callejeras de sus dueñas comentando la novella ‘Lo que nunca muere’; algún marido sigiloso a la escucha de Radio Moscú Estación Pirenaica.

 

Aquellos niños, abuelos de los actuales, añoran torrentes de vida y fantasía donde aprendieron la formación de pandillas con sus jefes aparentes y los eficaces, los agazapados en las sombras del poder. Observaron el transfuguismo y el dolor de las traiciones, la lealtad de la elección, el descubrimiento de las dulcineas, los secretos de la vida en la calle, maestra de unos hijos traviesos pero sociales. Ahora, la calle, la misma, permanece triste y sola mientras digiero la insatisfacción por pertenecer a una especie frágil, de orgullos heridos, refugiado el espíritu ante el chaparrón de malos augurios por un ridículo ente parasitario, impotencia del Goliat interior.

 

Salto sobre los espacios temporales, burdos fosos donde yace la calma chicha de un océano anodino, la dictadura de un virus, tal vez por culpa de todos, pero y sobre todo, por la deuda eterna hacia un ejército de héroes empeñados en triunfar.