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Primer día sin Manuel Alcántara

Sus artículos eran lectura de culto para más gente de la que podría pensarse.

Forges  entregaba dibujos por adelantado y así consiguió esconder durante un tiempo lo malito que estaba. Manuel Alcántara no pudo hacer eso porque la sustancia de sus artículos diarios estaba hecha de actualidad pura, y por eso en los últimos meses sus incondicionales andábamos ya con la mosca detrás de la oreja cada vez que la última página del diario Sur, Ideal, o cualquier otro periódico del grupo Vocento, aparecía sin la columna del maestro. Casi treinta años han pasado desde el día en que lo conocí. Era diciembre de 1989, yo dirigía Diario16 de Málaga y quise ficharlo cuando él apenas llevaba unos meses publicando en el periódico con el que mi empresa aspiraba a competir. No hubo suerte, pero hasta para dar calabazas tenía tanto arte que siempre me pareció un privilegio haberlo podido tratar.
Como su propia poesía (ganó, entre otros muchos galardones, el Premio Nacional en 1962) Alcántara también era un verso libre. Tras su desayuno y su gin tonic, se encerraba cada jornada a primera hora de la tarde y escribía, a máquina, nada de ordenador, sus centenares de palabras reglamentarias. Sus artículos eran lectura de culto para más gente de la que podría pensarse. Ingenuo de mí, yo soñaba con escribir como él: buscaba los trucos entre sus líneas y analizaba a conciencia la estructura de sus columnas: algo de humor, un punto de ironía, magistrales juegos de palabras, frases redondas cuya trabajada elaboración apenas se notaba y citas, a propósito del tema que se trajera entre manos, extraidas de la biblioteca privilegiada que era esa memoria siempre dispuesta a acudir en su auxilio por muchos años que pasaran.

 

En tu honor, querido maestro, procuraré no defraudarte y continuar dándole a la tecla a diario hasta que el envase aguante y no se me rebele. 

Su hígado y sus pulmones le han resistido hasta los 91 años, contradiciendo las leyes de la lógica desde los tempranos tiempos en que comenzó a combinar el tabaco y la discrecional ingestión de su bebida preferida con la escritura de poesía y las crónicas de boxeo. Reconocidos críticos literarios como Fernando Valls siempre reclamaron, entre los creadores de nuestro tiempo, un lugar de privilegio para Manuel Alcántara. Para mí que el maestro organizaba su existencia, desde hacía ya bastante tiempo, al margen de las pompas de este mundo y le sacaba jugo a la vida mirando el mar desde su balcón del Rincón de la Victoria, dejándose querer, charlando con sus amigos una vez acabados su deberes diarios y sin perdonar nunca un buen partido de fútbol.
Había nacido el mismo año que mi madre, pero de él y de su ingenio pude disfrutar algún tiempo más que de ella. No entendía mejor manera de empezar el día que con la lectura del artículo del maestro que nunca faltó a su cita hasta el día en que sus fuerzas le fallaron. Lo devoraba con auténtica devoción y, una vez ingerido, como si se tratara de la pastilla de la tensión, ya me sentía en condiciones de afrontar el día. Cada mañana, junto a mi café y mi tostada, las palabras de Manolo eran el estímulo imprescindible para ponerme a escribir yo también: para ser constante, para no rendirme por mucho que me costara redondear un párrafo. Si Alcántara estaba ahí, siempre al pie del cañón (trabajador «fatigable», solía calificarse a sí mismo), a sus pretendidos discípulos no nos quedaba otra que seguir su ejemplo y hacer lo mismo que él.
En tu honor, querido maestro, procuraré no defraudarte y continuar dándole a la tecla a diario hasta que el envase aguante y no se me rebele. Como la clave puede que esté en los gin tonics, seguiré manteniendo tan sana costumbre. Desde ahora, querido amigo, me los tomaré a tu salud.