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Seculares depravados

Tuve una educación plural. Permanecí en un colegio religioso ubicado en un viejo caserón del centro de Sevilla. La otra influencia, además de la familiar, la adquirí por los alrededores de la Alameda de Hércules.

 

 

Tuve una educación plural. Permanecí en un colegio religioso ubicado en un viejo caserón del centro de la ciudad desde 1947 hasta 1955. Todavía huelo a la humedad de sus paredes, umbrías sobre los libros y monotonía de rosarios.

Era de pago, cantidad inalcanzable para la economía familiar; sin embargo, un familiar argentino ─entonces la Argentina de Perón tenía recursos─ giraba la cantidad mensual directamente al Colegio. 

La otra influencia, además de la familiar, la adquirí en la calle donde circulaba algún coche distraído, incluso alimentado por gasógeno. 

A pesar de la prohibición de no transitar por Leonor Dávalos ─dedicadas la mayoría de las casas a la prostitución─, por los alrededores de la Alameda de Hércules.

 

Observaba junto a mis amigos el discurrir de mujeres diferentes, de andares, vestidos y desenvolturas exageradas.

 

Sin duda, los comentarios de los más avispados contribuyeron, junto a mi intuición, a medio diluir el espeso cacao neuronal. Las cosas iban aclarándose a trompicones, dentro de lagunas no desecadas por los más llamados.

 

¡Cualquiera se atrevía a preguntar demasiado desde el charco!

 

«Cállate, espera a ser mayor… ¡Vamos!… las ocurrencias de este niño son increíbles… ».

Uno marchaba con el rabo entre las piernas, sofocado y a la búsqueda de un perrito, también con el rabo entre las suyas, para contarnos las rarezas de la vida. Él, enamorado, lo rechazaba una y otra vez una perrita altiva y yo por preguntar demasiado.

De todas formas, pensaba, esas malas mujeres no debían serlo tanto porque la mayoría llevaba una generosa medalla del Gran Poder o de la Macarena entre el visible canal pectoral. Estaban alegres, aunque hablaban en ocasiones quedamente con hombres.

«Sí, pareces tonto ─me decía arrogante el líder pandillero─ están haciendo tratos…». Los acuerdos solían tener rapidez y la pareja desaparecía entre el bullicio de una Sevilla tocada por la posguerra.

El mandamás del grupo tenía hermanos mayores y asistía a un Colegio Nacional a la intemperie. O sea, más dado a convivir con compañeros variopintos, dándole una psicología popular muy superior al resto de bobalicones, como yo.  

Otra sorpresa imprevisible ─todas las sorpresas lo son─, fue el consejo del líder: «Tened cuidado con ese, el de las gafas, nos mira demasiado, va haciéndose el despistado detrás de nosotros. ¡Corramos!».

La carrera nos condujo a refugiarnos en los antiguos Almacenes Santos con el corazón al trote y sin otra estrategia defensiva. Reconocería al sujeto de inmediato.  

 

Esa manía no llegaba a encajarla por más cepilladas al intelecto.

 

El cajón de las ideas permanecía estúpidamente atrancado. La cosa tomó otros matices cuando los más sagaces del colegio nos advirtieron de un religioso de rechoncha estatura, gafas oscuras, pelo ralo y encanecido, dada  su ‘afición’ al sobeo de niños.

 

Tenía un carácter desabrido, acaso como evidencia de un conflicto afectivo.

 

Me resistía a la realidad: en absoluto entendía la desviación en un religioso de vocación libre y voluntaria al servicio del Evangelio. El detenerse más de la cuenta en la figura de una mujer lo admitía entre objeciones, pero engatusar a niños para satisfacer su líbido me provocaba una agresividad incontenible. 

Pasaron los años y llegaron manifestaciones más desinhibidas, destapándose, afortunadamente, trastiendas tenebrosas. Hoy resulta un gran problema para muchas instituciones, posiblemente por factores complejos pero, en definitiva, dando una formación sexual fallida.

O, tal vez, por unas carencias de selección en los seminarios; o quizá la cuestión del celibato obligatorio constituya el quid del asunto…no sé.

Ahora bien: resulta absolutamente necesario la aplicación del Código Penal y, por supuesto, denunciar los delitos y otras fechorías pasadas y actuales.

No es tolerable el uso de armas intelectuales al servicio de inclinaciones criminales.

Es, sencillamente, una elemental aplicación de la Justicia. Todo lo demás es necesario dejarlo en consoladores pesares.  

Aquellos cuya voluntad queda debilitada por unos instintos desbocados no pueden deambular en la sociedad. Solo entre adultos y en el uso total de la libertad podemos mantener relaciones afectivas y, si llega el caso, hasta sexuales.

Largos serían otros relatos al respecto.