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Servidumbres e incongruencias lamentables

Sin ser un exquisito observador de la belleza femenina, en absoluto paso por indiferente, y tambaleo cuando converso con una mujer inteligente porque entonces a las poco agraciadas les veo una beldad atractiva.

 

Entre mis perplejidades infantiles y juveniles estuvieron las diferencias en los acicalamientos sexuales. Recuerdo lo chocante de taladrarles las orejitas a las niñas, mi crítica por las débiles razones, la posterior crispación cuando le llegó a mi hija… El grado superlativo residía en los zapatos de madera de las féminas chinas, con tal de mantener una tradición encaminada a una imagen atractiva para los machotes chinos, cruel servidumbre. 

Más tarde escuché el clamor de los traumatólogos por el disparate de los altos tacones: toboganes para unos 70 kilos frenados por pequeños huesos con la aparición de los dolorosos ‘juanetes’; curvar la columna vertebral; o exponerse a un accidente al caer desde alturas inestables. Larga lista de ingeniosos corsés para estilizar a costa de comprimir, sufrimiento con un lema: «Todo por los hombres». 

Quiero pensar y creer en la abolición de semejantes sacrificios, no sé.  

Sin ser un exquisito observador de la belleza femenina, en absoluto paso por indiferente, y tambaleo cuando converso con una mujer inteligente porque entonces a las poco agraciadas les veo una beldad atractiva. Pero el asunto, dadas las páginas ocupadas por la prensa, no digamos las absurdamente llamadas ‘noticias del corazón’ (parece el título de una publicación para cardiólogos) no parece tener arreglo, sino lo contario.

Costosas operaciones faciales en muchos casos horripilantes; aumento o disminución de protuberancias, según los criterios personales o de allegados; la impresionante industria de los cosméticos… aunque es de agradecer ─¡paradojas, siempre las paradojas!─ el eclipse de muchos problemas de existencial calado. Las televisiones respaldan y rubrican lo anteriormente expuesto, vamos, digo yo.     

Un triste suceso me rebrota el asunto.

La escaladora taiwanesa Gigi Wu ha muerto por congelación por su manía de hacerse fotos en bikini en las cimas montañosas. En estos momentos no sé si los culpables en gran parte han sido sus miles de seguidores en Facebook e Instagram, jaleándola sin piedad. Le sucedió una caída, pidió auxilio, no llegaron a tiempo y murió por el intenso frío. Igual se hubiese convertido en una estatua de hielo en la cumbre del Yu Shan, imagen de la insensatez.

Para colmo se especula con que pudo sufrir el accidente intentando tomarse un traidor selfie.

Si tanto la querían ─uno duda si por observar contornos anatómicos─ le podrían haber exaltado solo sus dotes escaladoras y aconsejarle ropas lógicas. El bikinado tiene escenarios sobrados para lucir las epidermis.  

Pero el impulso obsesivo por la fama no repara en peligros, gastos o excentricidades. A la inversa podría saltar esta noticia más propia de Ionesco: «Un caballero envuelto en una armadura medieval ha intentado atravesar el Canal de la Mancha a nado y a los pocos metros se ahogó. Sus seguidores, sorprendidos, expresan sus condolencias en las redes sociales».  

Como mi cerebro aún no ha desarrollado una sobremaduración para protegerse de las muchas novedades ─más de jubilado, espécimen algo desocupada ¡gran peligro!─, constituye un reto asimilar el circo circundante, un colosal CERN donde todos a modo de partículas atómicas chocamos a altas velocidades sin habernos pedido permiso los responsables, con lo agustito del vivir en los espacios tranquilos diseñados en el principio de los tiempos.

Lo dijo el sabio Demócrito de Abdera: «Nada existe, excepto átomos y espacio vacío; lo demás es opinión».