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Sevilla contra Ricardo Bofill

Su nombramiento resultó fallido por el motín simplista y primario de esos grupos sepia de la ciudad que tanto irritaba a Machado.

                          

Decía Rafael Montesinos que Sevilla trataba mal a sus poetas. ¿Solo a sus poetas? Lo escucho en un informativo radiofónico con cierto encontronazo emocional: Ricardo Bofill ha muerto. Era yo estudiante en la Barcelona de la “gauche divine”, hervidero de inquietudes culturales, sociales y políticas, y tuve la suerte de conocer a varias personas compadecidas con mis dos grandes inquietudes: la arquitectura y la literatura. Era gente culta, imaginativa, cosmopolita, cuyos intereses se orillaban en la profunda redefinición de una sociedad sumida aún en los estertores del tardofranquismo y junto a los cuales tuvo oportunidad de colaborar con el arquitecto Ricardo Bofill. En 1963, Bofill había fundado un grupo compuesto por arquitectos, ingenieros, sociólogos, filósofos y poetas, sentando las bases para lo que hoy es el Ricardo Bofill Taller de Arquitectura, equipo internacional en diseño urbano, arquitectura, diseños de parques y jardines, y diseño de interiores. Con este equipo Bofill abordó proyectos de diversa naturaleza en diferentes partes del mundo, adaptándolos a las realidades culturales de cada lugar. 

 

Se trata de la visión poética de la ciudad, ese entresijo notable del paisaje urbano que un escritor andaluz definía como la sensación de que en un jardín o en una plaza pareciera que nos está esperando alguien que nos ama. El ser humano, busca respuestas que enriquezcan el vínculo entre su entorno y su mundo interior. Es más, el fortalecimiento espiritual de ese mundo interior es hoy una necesidad: es la utopía indefectible. De la ciudad se espera una respuesta, porque la ciudad es el lugar de la acción colectiva, del cambio visible, del horizonte próximo.

 

La arquitectura y la poesía como espacios creativos de convivencias, materiales y conceptuales: José Agustín Goytisolo y la utopía del Walden 7, “hacer proyectos, estar en el pensamiento del proyecto”  Bofill dixit. Sin una creatividad culta e historicista –me niego a calificar la arquitectura bofilliana como parte del posmodernismo del final de los grandes relatos- no hubieran sido posibles las osadas e imaginativas obras como la reforma de Les Halles en París, el mercado de entradores derribado para levantar un nuevo barrio y tantos y sorprendentes proyectos sembrados por el mundo. Cuando el presidente entonces del gobierno, Felipe González, lo designó comisario de la Expo92, el nombramiento resultó fallido por el motín simplista y primario de esos grupos sepia que muestran la cara más carpetovetónica e irreal de la ciudad que tanto irritaba a Antonio Machado, Cernuda, Montesinos y tantos otros. Bofill era conocido en todo el mundo y su prestigio de hombre culto, con talento, de una arrebatadora creatividad, iba en aumento y hubiera sido el único en poder conseguir el mayor reto que tenía Sevilla y que el alcalde Alfredo Sánchez Monteseirín había planteado como una necesidad para abrirle a la capital andaluza un futuro prometedor: así como Sevilla era una urbe internacional, porque era conocida en todo el mundo, debía conseguir que también fuera global, es decir, competitiva en un mundo cada vez más interrelacionado.

 

Casi siento el silencio que tiene que haber invadido el taller de arquitectura, la antigua cementera, en Sant Just Desvern. Allí, que tanto y de tantas cosas se hablaba y se pensaba.