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Suicidios y algo más

Fernando III es representado por Mattoni momentos antes de abandonar sus posesiones terrenales. Él no decide el cuándo, pero sí en qué condiciones lo hace.

 

El artista sevillano Virgilio Mattoni plasmó en un lienzo allá por el año 1887 los últimos momentos del Rey Fernando III, el santo católico. Corría el día 30 de mayo de 1252 y este rey de la dinastía borgoña abandonaba este mundo en el Alcázar de Sevilla rodeado de sus acólitos. Lo hacía, según las crónicas de su hijo y sucesor Alfonso X, despojado de todo atributo de realeza y poder, solo cubierto por un sudario y entregando su cuerpo y su alma al dios al que tantas victorias y muertes había brindado.

 

La muerte, como acontecimiento natural, ha sido tratada a lo largo de la historia como la única certeza incuestionable. El culto a la muerte se prolongó desde las más antiguas civilizaciones hasta bien entrada la edad moderna. A todos nos llegará la hora, morirse es solo cuestión de tiempo.

 

Fernando III es representado por Mattoni momentos antes de abandonar sus posesiones terrenales. Él no decide el cuando, pero sí   en qué condiciones lo hace. Todo un ejemplo de poderío regio. Hasta los reyes más piadosos mueren. Y este hecho es recordado por sus sucesores y es mostrado a sus súbditos en esplendidas obras de arte.

 

Es a partir de las terribles plagas que azotaron la tierra conocida a finales del siglo XV y que provocaron la muerte de millones de personas cuando surge, de la desgracia, una nueva era, el Renacimiento. A partir de aquí, la muerte, que seguía siendo un   hecho tan cotidiano como nacer o lavarse los dientes, se convirtió en algo impopular. La muerte no se menciona, es algo tabú. Como si al ignorarla no fuese a llegar. Queremos pensar que la muerte no existe, se ignora, es algo de lo que no se habla. Pero, por más que la ignoremos, acaba llegando.

 

Hay muchos tipos de muertes: naturales, violentas, forzadas, placidas, dolorosas, agónicas, súbitas, voluntarias.  Y es de estas últimas, las voluntarias, sobre las que me gustaría reflexionar. Del suicidio.  No tengo una definición convincente para este tipo de muerte. Ni conozco las causas psicológicas que llevan a una persona a tomar tan drástica decisión. Debe de haber infinidad de estudios estadísticos que nos muestren la incidencia de estas muertes en la sociedad en general y en ciertos colectivos en particular. Sin embargo, no conozco estadísticas acerca de los efectos que produce el suicidio de una persona en su entorno familiar y laboral. El estigma que esto produce.

 

El suicida decide el cuando y el como. Elige el escenario. A veces, toda una puesta en escena. Otras, a escondidas en un pequeño y apartado rincón. Pero siempre a elección propia. El día, la hora, el lugar, el método.

 

Vicente vivía en una pensión en el centro de Pamplona. Era un chico valenciano que no superaba los 25 años y llevaba poco mas de un año destinado en esta ciudad.  Esa mañana de enero de 1982, al presentarse para el servicio, el sargento de guardia le comunicó que, por orden del capitán, quedaba arrestado. Junto a la prevención había un pequeño cuarto donde eran recluidos los policías que habían cometido algún tipo de falta y a los que se despojaba de su arma reglamentaria. Al ser conducido al improvisado calabozo, Vicente aprovechó el descuido de un compañero y le quito el revolver marca Astra modelo 350 mágnum de dotación que llevaba al cinto. Sin mediar palabra, se pego un tiro en la sien derecha.

 

Un compañero con el que compartía habitación en la misma pensión lo había denunciado porque, supuestamente le había sustraído una ínfima cantidad de dinero.

 

No era mi primer encuentro con la muerte, ni el primer compañero al que veía con los sesos esparcidos entre la pared y el suelo. Ya había visto varios escenarios suicidas, pero éste era el primero al que asistía en directo. La familia de Vicente llegó de incognito, avergonzada y trasladaron el cadáver a Valencia por su cuenta. Nadie dijo nada ni se ofreció explicación alguna. El capitán que tan injustamente ordenó su arresto ni tan siquiera se justificó. El tipo que lo denunció no se molestó en desmentir su calumnia y consintió en la deshonra de Vicente.

 

A las once horas de la mañana del 15 de septiembre de 1982 una dotación policial fue emboscada por unos perros cobardes y sanguinarios en las cercanías de Rentería. Cuatro muertos y un herido de suma gravedad. No quiero dejar de mencionar aquí que, durante varios años seguimos patrullando en los mismos vehículos en el que fueron asesinados estos cuatro policías, un Peugeot 504 y un Seat 131. Ambos, aunque exteriormente habían sido reparados, aún conservaban los impactos de bala en su interior y cuando te montabas para hacer tu patrulla, podías describir perfectamente las trayectorias de los proyectiles y ver como tu cabeza y tu cuerpo se interponían entre el recorrido y el impacto.

 

La mañana siguiente, día 16, en las dependencias del Gobierno Civil en Amara, entre el caos de idas y venidas que se producía cada vez que los gudaris vascos nos regalaban un hecho de este tipo, se atormentaba el suboficial, un Brigada, responsable de los servicios de radio patrullas del día anterior. Atosigado a preguntas y abrumado por la presión se apartó un poco del resto de compañeros y con su arma reglamentaria se pegó un tiro en la sien derecha. Según contó algún compañero que estaba a su lado, este Brigada no pudo superar el hecho de haber autorizado el cambio del jefe de la dotación policial que fue cobardemente asesinada, un cabo primero de apellido panduro por un policía de primera que acostumbraba a ir a esa venta a comprar leche y que, según parece, avisó el día anterior de su intención de ir esa mañana, lo que explicaría que los perros asesinos los estuviesen esperando apostados a ambos lados del único camino de entrada y salida.

 

Todos hemos oído hablar de los asesinatos, me resisto a llamarlos atentados, de la venta susperregui (venta perurena), pero nadie menciona a este Brigada de cuyo nombre no puedo acordarme y que dejo su vida a las pocas horas que el resto de policías.

 

En estos dos casos, un suceso   impactante e inesperado llevó a estos hombres a tomar la salida más espantosa, quitarse la vida. Los viví en primera persona, pero puedo asegurar que durante los 39 años siguientes he conocido cientos de casos parecidos de compañeros que, por una u otra circunstancia decidieron acabar con sus vidas.

 

Ellos decidieron el momento y la forma, pero no valoraron las consecuencias. La empresa los ignora. El departamento de riesgos laborales, en manos de los sindicatos, dígase de paso, no ofrece datos de ningún tipo. La familia se avergüenza y los repudia. Los compañeros los juzgan y condenan.

 

Son muertos de segunda. No cuentan en las estadísticas de las víctimas del terrorismo.

Nadie se ocupó de sus vidas, sus problemas, sus circunstancias, sus temores, sus debilidades. Se les enterró y fin de la historia. Y, sobre todo, nadie se ocupó de sus familias o sus compañeros. Este tipo de traumas no existen para las administraciones.

 

El actual Gobierno de coalición, como todos los anteriores, contempla en su anteproyecto de presupuestos una gran cantidad de fondos y recursos de todo tipo destinados a los múltiples ministerios, institutos, observatorios y gabinetes que se encargan de la “violencia de género”.

 

Mientras la  lider consorte reconvertida en ministra  vicepresidenta, apaña cuanto puede para sus “políticas de genero”, olvidando que las muertes por suicidio superan en una proporción de ochenta a uno las producidas en el ámbito familiar, cientos de policías, guardias civiles y militares sucumben a la presión a la que se les somete a diario sin que se destine ni un solo euro en crear las condiciones necesarias para prevenir y evitar este tipo de muertes, tan absurdas como incomprendidas. Pero, al fin y al cabo, una muerte como cualquier otra, natural y cotidiana y que, por tanto, no debe ser ignorada.