Suresnes a capa y Espadas
La nómina de los cargos orgánicos e institucionales será tan legible como las susanistas, porque están escritas con el mismo abecedario.
La frustrada hegemonía del susanismo representaba, o quiso representar, la definitiva consolidación de Suresnes en un momento de grave decadencia del régimen del 78 y el aparataje que vertebra sus funciones vitales: bipartidismo, monarquía, pacto del consenso y todo cuanto supuso apartar la ruptura democrática de la agenda posfranquista. Suresnes había abierto un espacio en el PSOE hasta entonces inédito: el reconocimiento implícito y explícito de la irreductibilidad del Estado del caudillaje, la cesión de la iniciativa de la reforma política a las fuerzas representantes del franquismo sociológico, la inmutabilidad de los intereses de las minorías fácticas, el olvido tácito de las responsabilidades de la represión franquista y la aceptación de la progresiva asimilación entre los dos polos del eje izquierda-derecha, hasta el punto de que el bloque ideológico progresista perdiera gran parte de su contenido político y social para asumir el encargo de una gestión supuestamente neutra (“gobernanza”), tomando como guía los mandatos de “modernización” y “eficacia”.
Ello derivó en la decadencia de la política democrática al promover un fenómeno consustancial al populismo derechista: el mito de unos valores de orden superior a la voluntad mayoritaria de la sociedad y a sus necesidades reales y que sólo son interpretables e implementables desde una visión providencialista. En España, por el efecto Suresnes, el autoritarismo, o su versión patria castiza y carpetovetónica, nunca fue vencido ni siquiera amonestado; los jueces que el viernes salieron del Tribunal de Orden Público (TOP) para pasar el fin de semana en sus casas el lunes ocuparon sus mismos despachos en la Audiencia Nacional (AN); los policías de la Brigada Político Social siguieron en las comisarias para, algunos de ellos, ser condecorados por la democracia por sus servicios; los antiguos ministros de Franco organizaron la derecha democrática; el jefe del Estado fue el que el caudillo había preparado desde la infancia para tan alta función; como dijo Azaña de la revolución desde arriba de Joaquín Costa: una revolución que deja intacto al Estado anterior a ella es un acto muy poco revolucionario. Es por lo que el conservadurismo español, siempre teñido de sepia, desde un Estado estamental y patrimonialista asume como hostilidad la realidad diversa de España.
El Susanismo, por su parte, no suponía ninguna innovación ni de Suresnes ni del pacto de la Transición, se singularizaba en ceder el poder a la derecha desde la misma cosmovisión retardataria. Lo que ocurría es que Suresnes y la Transición ya no eran las manijas productoras de la ficción de nuevos horizontes, al contrario significaban un morboso inmovilismo que bunkerizaba el régimen político, abundaba en el déficit democrático y maltrataba al mundo del trabajo en beneficio de las élites. En realidad, Suresnes era la creación de un insólito heroísmo progresista, como daba a entender Felipe González cuando afirmaba: “Prefiero morir apuñalado en el metro de Nueva York a vivir en una dacha en las afueras de Moscú.”
Suresnes representado por Susana Díaz Pacheco y las tropas político-mediáticas de asalto que se formaron en su entorno con los jefazos del Ibex 35, banqueros, mass media derechistas, jarrones chinos y el propio conservadurismo político fue lo que defenestró a Pedro Sánchez recuperado por la voluntad, la lucha y el voto de la militancia que pensó que Suresnes había traspasado el dintel de la historia. Ello propició, la investidura de Sánchez que Suresnes, con rabia y absoluta desconsideración, le había estado negando con el anatema permanente a la mayoría parlamentaria que luego llevo a Pedro Sánchez a La Moncloa. Sánchez ha conseguido con la minoría mayoritaria en el congreso que sostiene al Gobierno de coalición actuar sobre la España real y sus problemas concretos en un período verdaderamente difícil.
Sin embargo, Suresnes en Andalucía sigue saboreando la tortilla en los pinares de La Puebla del Río, el poder concedido a Juan Espadas no supone ningún tipo de cambio o transformación del socialismo andaluz, sino la continuidad de un susanismo sin Susana, al menos aparentemente y por ahora. Espadas fue el instrumento para desalojar de la alcaldía hispalense a Alfredo Sánchez Monteseirín, y Díaz utiliza a la gente exhaustivamente, no deja espacio para influencias cruzadas. La red clientelar, con las adherencias de los dos destacados sanchistas andaluces -Toscano y Gómez de Celis- no variará mucho pues será muy semeja a la del susanismo rampante de otrora. La nómina de los cargos orgánicos e institucionales será tan legible como las susanistas, porque están escritas con el mismo abecedario desideológico y pragmático. Suresnes y el sistema demandan disciplinarse en la máxima cervantina de que vaya la piedra al cántaro o el cántaro a la piedra, mal para el cántaro. Y todos, además, tenemos la feliz ocasión de morir apuñalados en el metro de Nueva York.