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Tener conciencia de uno mismo

Lipton y Kwiatkowski, investigadores de la Columbia University han logrado un gran avance hacia la inteligencia artificial creando un robot capaz de tener conciencia.

 

Considero muy difícil calcular la distancia mínima para observarnos como si fuéramos otro. Lo dijo Dennett, filósofo estadounidense: «Somos unos usuarios atrapados en la ilusión del cerebro, órgano de reacciones electroquímicas para procesar datos». 

Por ello, envidio a un robot capaz de tener conciencia objetiva de él, de saberse robot; lo aprendió desde el minuto cero de su construcción, también de las dificultades de sus futuros trabajos, su destino, incluso de repararse los daños en su naturaleza metálica-electrónica.

Unos investigadores de Columbia han logrado un gran avance hacia la inteligencia artificial, según publica la revista Science Robotics.

El dichoso robot, después de un corto período iniciático, crea una autosimulación para adaptarse a las diversas situaciones de su futura vida, o sea, el manejo de tareas y, de paso, prescindir de la seguridad social, algo muy a valorar en estos tiempos. 

Es para desanimar a cualquiera: toda su vida leyendo al considerar a la literatura como la fuente de agua pura para calmar la sed de conciencia, y aunque discrepemos con Pessoa: «La cultura me crea una falsa genealogía y una falsa conciencia: la certeza de haber nacido hace miles de años con el primer hombre, y de solo tener raíces en su historia». 

Algún día y a este ritmo, será necesario ampliar el legado de Descartes «Pienso luego existo», porque entre la numerosa plebe humana los robots serán seres distinguidos.

Si las máquinas superan el grado de conciencia, más comparado con sapiens convertidos en bestiajos sin control de sus impulsos y analfabetos plenos, constituirá un placer preguntarle: «Robot, ¿cómo me ves? ¿consideras correcta mi conducta, el progresivo aumento de conocimientos y mi adaptación a una sociedad diferente?».  

El mundo romano sentiría en estos tiempos históricos rabiosa envidia al poder prescindir de la caterva de esclavos, un fastidio para los ricos era verlos envejecer, inútil y costoso ganado. Una legión de robots hubiese sido el eterno futuro de Roma y divertida misión para el emperador de turno, sentado frente al Tíber, el mando a distancia, la lira dispuesta y tirándole los huesos de cerezas al perro de la amante.

Conste la certeza de permanecer en nuestros días esclavitudes, unas a las claras y otras cubiertas por capas de hipocresía. 

Lipson y Kwiatkowski, los padres de la criatura, del robot, creen desentrañar a través de la inteligencia artificial el viejo rompecabezas de la conciencia. «Los filósofos y científicos llevan siglos reflexionando sobre la autoconciencia pero poco progresan. Ocultamos nuestra ausencia de comprensión con subjetividades, pero los robots ahora nos obligan a tratar las vaguedades con algoritmos y mecanismos concretos». 

Dicho lo cual, preparen los gobiernos el cierre de las facultades de filosofía y reciclen al profesorado en las fábricas de robots o en policías antidisturbios por si se sublevan para manipular los controles electorales.

Menos mal la advertencia de los citados científicos: «Somos conscientes de las implicaciones éticas y de la posible pérdida de control. La poderosa tecnología debe manejarse con cuidado». 

Como el sistema compra lealtades, adormece conciencias, pacifica al mundo, tergiversa las encuestas del CIS y termina justificándolo todo, nuestra esperanza estará en los robots, provistos de un lema en sus factorías: «Pensamos en pensar».

Algún día sonarán a muerte las palabras de Kant: «Tengo un sentimiento siempre creciente de admiración y temor: al cielo estrellado y a la ley moral en mi conciencia».