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Trump se va, el trumpismo se queda

A la vista de cómo Trump cierra su mandato, creo que incluso me quedé corto en mi fatal pálpito de 2017.

 

El 22 de enero de 2017, en el post SANCHO PANZA EN LA CASA BLANCA solo dos días después de la toma de posesión de Trump como presidente de los EE UU, barruntaba que la extravagancia había aterrizado en la política mundial. Decía entonces que “el trumpismo se configura no solo como la zafia antítesis de lo políticamente correcto, sino también como elogio de la incertidumbre, apología de lo inesperado y cateta exaltación de lo exótico (…) me temo que en la Casa Blanca se ha instalado un gañán. Muy listo, pero gañán”. Y, a la vista de cómo Trump cierra su mandato, creo que incluso me quedé corto en mi fatal pálpito.

Porque, el pasado 6 de enero, vimos epatados el asalto al Capitolio ―el sancta sanctorum de la democracia norteamericana―, por una turbamulta de galopines azuzados por el gañán, que pretendía impedir la certificación de la victoria de Joe Biden en las elecciones del 3 de noviembre de 2020. Un guion, tan inédito como sobrecogedor, para la película histórica de EE UU. La cámara de representantes tuvo que suspender precipitadamente la sesión  y los congresistas escaparon de ella como pudieron. Más allá del tremendo desgarrón en el “crédito democrático” norteamericano, la hazaña trumpista contabilizó 5 muertos y más de 50 agentes de policía heridos de gravedad. Tras la llegada de fuerzas de la Guardia Nacional, se restableció la situación y los parlamentarios pudieron retomar la sesión y certificar finalmente la victoria de Biden.

Una semana después, la Cámara acordó iniciar el proceso para el “impeachment” (destitución) de Trump  por “incitación a la insurrección” (al cambio, lo que conocemos por sedición). El presidente saliente alcanza así otro récord, al ser el primer inquilino de la Casa Blanca objeto de dos impeachment. Como este segundo juicio político consumirá meses, no podrá destituir a Trump, quien dentro de tres días ya no será presidente. Pero, como la enmienda 14 de la Constitución norteamericana impide ocupar cargos públicos a quienes hayan participado en una insurrección o rebelión, si el resultado del proceso fuera condenatorio, Trump no podría volver a ser candidato a la presidencia de EE UU. Consecuentemente, este impeachment no va tanto contra Trump sino contra el trumpismo.

En definitiva, cualquier éxito que Trump hubiera alcanzado durante su presidencia ―que los ha tenido―, quedará eclipsado por el patético y triste final de su mandato. De momento, para la toma de posesión del nuevo presidente, prevista el próximo 20 de enero, y frente a la potencial violencia del trumpismo, se está reforzando la seguridad en Washington con, entre otras, grandes medidas pasivas de protección y un despliegue divisionario de más de 15.000 efectivos militares.

La nueva Administración norteamericana nacerá fatalmente lastrada. Porque, aunque Trump se vaya, el trumpismo se quedará como permanente amenaza a la convivencia. Aquélla deberá consumir muchas de sus energías tanto para neutralizar el veneno trumpista, que circula libremente incluso en el seno del Estado, como para reparar el tremendo siete que, en el crédito de la presidencia, deja Trump a Biden como “damnosa hereditas”. En fin, una enorme sangría de esfuerzos infecundos para un país que pretendiera seguir siendo el líder mundial. Y una ardua tarea para un presidente que, ya en el umbral octogenario, podría no aguantar tanta presión doméstica durante cuatro años. Me temo lo peor.