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Viaje al Olimpo (y III)

Por sorprendente que pueda parecer logré salir del arca de los sacrificios por mi propio pie y sin lesiones aparentes.

 

Como no me gustan las despedidas largas, aquella fue singularmente breve. Tras una cita en los altares a la que acudí con la misma alegría que inunda a los pavos ante el sonido de las panderetas se puso en mi conocimiento la irrefutable decisión a la que había llegado la suma sacerdotisa, previo oráculo con sus asesores, de ponerme de patitas en la calle no sin antes recomendarme en un acto de tremenda humanidad que nunca olvidare, que la mejor salida de este atolladero pasaba por tomarme una baja laboral por “depresión”.

Por sorprendente que pueda parecer logré salir del arca de los sacrificios por mi propio pie y sin lesiones aparentes y, como no podía ser de otra manera me dirigí raudo a lloriquear sobre los hombros de mis estimados jefes y lamentarme de la pupita que me estaban intentando hacer.

A grandes males grandes soluciones. Al menos eso es lo que esperaba oir de mis laureados  mandos policiales.

El primero en tener conocimiento de la buena nueva fue el Sr. Perejil. El tono gris de la rala cabellera se torno súbitamente de un blanco níveo. Tardó un buen rato en acabar de tragarse el palo de la fregona y recuperar el poco aliento necesario para acompañarme, cual procesión al cadalso  a presencia del todopoderoso Sr. Flanders. A éste las gafas le fluctuaron en un movimiento oscilante armónico de subida y bajada entre la punta de la nariz y el entrecejo, al tiempo que la nuez se le desplazaba entre la barbilla y el nudo de la corbata a velocidad suficiente como para que saltasen los radares de la A-1. La comitiva con el rictus propio de los funerales encaminó sus tétricos pasos hasta el despacho oval. Allí, investido de toda la pompa propia de su cargo no recibió el gran maestre de la orden. Porca misera, fueron sus primeras palabras. El gran maestre llevaba poco tiempo en el cargo, además no era de por aquí   y lo último que deseaba era que un sucio asunto local alcanzase tal grado de notoriedad que enturbiase su brillante y laureada carrera profesional. Porca misera, repetía abatido. Mientras los insignes Perejil y Flanders me observaban como una manada de leonas contempla a la gacela aislada en la sabana y que les servirá de cena.

A estas alturas, los lectores deben pensar que ya debería estar ahorcado o fusilado o quemado en la hoguera, pero incomprensiblemente volví a salir de allí vivito y coleando. No sé si a paso ligero o dando camballadas pero logré llegar al bar de la avenida. Se me ocurrió llamar a uno de mis más íntimos colaboradores  en los últimos tiempos,  un periodista que había contribuido generosamente  a engrandecer mi colección de noticias, informaciones y chivatazos falsos y al que sabía muy vinculado con el sanedrín.

 

  • Coño Gata, ¿Qué hay de tu vida?
  • Pues mira tío lo que me acaba de suceder.
  • No jodas tronco. Perdona tío pero tengo que colgar, tengo una llamada importante.
  • No te preocupes, llámame cuando puedas. Adiós colega.

 

Uf que alivio saber que cuentas con gente que te apoya. Aún desconcertado llamé a un abogado que, cuando comenzó esta historia no lo conocían ni en el portal de su casa y a día de hoy está podrido en el dólar, cosas de la publicidad, pero que en aquellos momentos defendía a uno de los mangantes del asunto Torrijas. Exactamente, ese cuya supuesta amistad me recriminó agriamente la todopoderosa.

 

  • Quillo mira lo que me ha pasado, la verdad es que no se a quien recurrir. Han tejido una trama a mi alrededor de la que no tengo ni idea y no se por donde va a salir todo esto.
  • Disculpa, no te he entendido bien. ¿quién dices que eres?

 

Bueno dos de dos, vamos bien. No había que desesperar, aún tenía a la gente de mi grupo, ellos son incondicionales, buena gente, trabajadores abnegados y fieles servidores de causas justas. Cuando llegué al despacho me encontré que la mitad había ido al sindicato a lamentarse amargamente de la situación que estaban viviendo conmigo. El reguero de lágrimas se extendía desde la tercera plata donde me encontraba hasta la cuarta, sede de las organizaciones sindicales. Un destacado líder sindical no tardó en hacerse eco de esta anomalía y se dedicó a explicar en todos los foros donde se lo permitían lo muy malvado que yo era.

De la otra mitad casi termine compadeciéndome, en sus ojos se leía la letanía: señor que nos quedemos como estamos, nosotros no sabemos nada, ha sido él y su soberbia la que nos ha llevado a este punto.

Todo marchaba como se esperaba. Nada de lo que preocuparse. Salvo eso sí, la lideresa entendió que aún no era suficiente la humillación y me volvió a llamar a capítulo, esta vez vía telefónica. ¿Donde habían quedado aquellas llamadas interminables llenas de elogios y lamentaciones?. ¿Dónde aquel tono insinuante y sibilino?  ¡!Ah!! cómo cambian las cosas en un rato. Como diría un famoso premio nobel, “a largo plazo, todos muertos”.

 

  • Gata le recomiendo que pase usted por mi despacho, aún tenemos cosas pendientes que debemos solventar.
  • Me temo señora lideresa que no tengo nada más que hablar con usted.
  • Le advierto que se ha metido usted en muchos charcos.
  • ¿Me está amenazando?
  • ¿Yo? Yo no amenazo a nadie, y menos por teléfono.
  • Bien, es que me había parecido entenderlo así
  • Bueno, ¿vas a venir o no?

 

Si ya estaba escamado, aquel tuteo súbito acabó de ponerme en alerta roja.

 

  • No Señora, no voy a ir.

 

Era medio día de un viernes del que no quisiera volver a hablar en mucho tiempo. Los dos asesores de la sacerdotisa que decían hablar en su nombre se presentaron en las inmediaciones de la siurete  y me citaron en el bar de la avenida. La propuesta era simple. Yo debía firmar un documento en el que renunciaba a llevar la investigación del caso Torrijas alegando problemas de salud, a cambio Ella no me haría nada.

No era necesario ser un experto en combinatoria para entender que las posibilidades de salir ileso de esta situación disminuían exponencialmente a cada minuto que pasaba.

La propuesta que me hicieron llegar los mensajeros de la sacerdotisa consistía básicamente en darle a la instructora una excusa para apartarme del caso sin que se le viese mucho el plumero.

Considerando el apoyo interno y externo con el que contaba, la decisión se me antojaba algo delicada.

Las neuronas circulaban entre mis cejas y mis testículos de forma aleatoria y sin un  ciclo definido. Tenía que elegir entre la resistencia numantina contando con los apoyos multiplicados por cero o acceder a las innobles y asquerosas pretensiones de la dama del poder.

Como el alpinista que va en segunda posición en una cuerda de escalada y observa aterrado como el compañero que le precede cae al vacio inconsciente quedando inerte de la misma cuerda, me enfrentaba al dilema de cortar la cuerda y dejarlo morir o aguantar con la posibilidad de morir los dos tras la inevitable caída.

Podía llevarme conmigo a toda la jefatura, morir matando o cortar la cuerda, solo que en este caso el que caía era yo.

Gracias al hado divino, a las musas del bosque o a las cuatro cervezas que me metí al buche se me ocurrió redactar en pequeño escrito en el que le decía a la ilustrísima que: la complejidad que estaba alcanzado la investigación del tema Torrijas excedía con mucho las capacidades técnicas y operativas de mi grupo.

Con esto y un bizcocho, los adelantados de su ilustrísima se dieron por satisfechos y ahí se puso punto y final en lo que a mi concierne en el asunto Torrijas.

Para no dejar con mal sabor de boca  a los potenciales lectores de esta historia fantástica e inventada, he de decirles que al Inspector Gata fue lo mejor que le pudo ocurrir, pues sus posibilidades de supervivencia, dado en el estado en el que se encontraba en tema Torrijas era mínimo.

Por otro lado y para saciar la curiosidad de aquellos que se pregunten qué ocurrió con el asunto Torrijas les diré que, de la investigación se hizo cargo otro cuerpo con menos garbo y salero que el nacional y que…el resultado de la misma es tan dudoso como las posibilidades de Gata de salir ileso.