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República sí, pero ¿qué República?

Monarquía: constituye un error mayúsculo confundir la persona con la institución, aunque sea inevitable.

 

Ha saltado la liebre de nuevo con el Rey Emérito. Lo que era algo evidente para todos los españoles se está revelando ahora como un hecho incontestable cuyas consecuencias jurídicas aún están por dirimir. Y es que, si bien nadie puede negar el papel histórico que -para bien o para mal- ha jugado el monarca, no menos cierto es que su reinado le ha sido económica, personal y sexualmente hablando, harto provechoso. Al fin y al cabo, la estirpe borbónica, excepción hecha a Alfonso XII y al actual Felipe VI, ha hecho gala de un comportamiento lujurioso que no escandaliza por el apego hipócrita a una moral puritana y estéril, sino por la hipocresía y el cinismo en un país en el que la gente más humilde tiene que rebuscar en los contenedores de basura para poder comer.

 

Con todo, constituye un error mayúsculo confundir la persona con la institución, aunque al fin y al cabo sea inevitable. Ello porque desviar el foco hacia la persona permite considerar como sana a una institución que no lo es. Y no lo es por su carácter hereditario y, por tanto, no democrático. La mera justificación del ejercicio de una magistratura tal y como es la Jefatura del Estado radicada en una persona que ostenta tal función en base a ser el heredero de un linaje dinástico y no en ser elegido libre y directamente por los ciudadanos del país que representa, se agota en sí misma.

 

España, por sus peculiaridades históricas, ha necesitado de la figura del Rey para superar odios y rencores. Superponiéndose como una persona-institución aparentemente neutral en la cual han podido verse reflejados millones de personas. Esto es algo indiscutible. Lo que no debe llevarnos a concluir que España sea monárquica. En todo caso juancarlista. Y esto sólo a veces. Por ver está si el felipismo logra suceder pacíficamente a un juancarlismo progresivamente teñido de escándalo tras escándalo.

 

En este escenario, las presiones a favor de la sustitución de la Monarquía Parlamentaria por un República no es algo irracional. Pero las palabras engañan. República, sí. Pero, ¿qué república? Hay que señalar que la diferencia principal entre una Monarquía Parlamentaria y una República reside, por un lado, en el carácter electivo o no del Jefe de Estado; y en el sistema político que bajo su paraguas se alberga. Tanto es así que, por ejemplo, el sistema parlamentario español encuentra amplias semejanzas con el de la República Federal de Alemania, y que este se halla bastante lejos del sistema semi-presidencialista con Ejecutivo dual de la República Francesa. Y que ambos poco tienen que ver con el sistema presidencialista estadounidense, en el que el Jefe de Estado y el Jefe del Ejecutivo son la misma persona, la cual se elige por medio de colegios electorales en una votación independiente de ambas cámaras parlamentarias, Congreso y Senado, que a su vez se eligen por sufragio directo cada una de ellas.

 

En el sistema francés, el Presidente de la República se elige aparte del Primer Ministro, que es elegido por el primero con la necesaria aprobación de la Asamblea Nacional. Si en ella la mayoría la ostenta un partido diferente de el del Presidente, la situación dará lugar al fenómeno de la ‘cohabitación’, esto, un Presidente de la República de un partido y un Primer Ministro de otro. En el sistema alemán, los ciudadanos eligen al Bundestag, el Parlamento, y es este el que elige al Canciller Federal, líder del Ejecutivo. Los parlamentos de los länder, los gobiernos de los estados federados, eligen a su vez a sus respectivos gobiernos, los cuales envían delegados al Bundesrat, la cámara territorial. Finalmente, se constituye la llamada Asamblea Federal por delegados enviados por el Bundestag y los parlamentos de los länder, siendo ella la encargada de elegir al Presidente Federal, el Jefe de Estado. El sistema español entra dentro de la misma modalidad que el alemán, el parlamentario, bien que con peculiaridades propias. Pues si en este el Presidente del Gobierno es elegido por el Parlamento -el Congreso de los Diputados-, la cámara territorial, el Senado, sí es elegida de manera directa mediante sufragio por los ciudadanos con derecho a voto.

 

Queda claro pues que las diferencias o semejanzas entre las formas de Estado radican más en la forma en la que este se estructure que en el carácter hereditario o no de la Jefatura del Estado. Así, la República Federal de Alemania y el Reino de España tienen un sistema político más similar que el que la primera puede presentar respecto a otras repúblicas como Francia, Rusia o Estado Unidos. Llegados a este punto, cabe preguntarse, ¿qué es una república? ¿es un sistema democrático o dictatorial? El Tercer Reich y la Unión Soviética fueron repúblicas. El régimen de Franco y la Italia Fascista, monarquías. Si por ‘república’ se entiende esencialmente ‘democracia’, no cabe más remedio que aceptar que España, Reino Unido, Dinamarca o Suecia son más ‘republicanas’ que Venezuela, Cuba o China.

 

Esto es importante a la hora de evaluar qué pretenden quienes enarbolan el estandarte de la República (con mayúsculas) como panacea para todos los males. Porque, como es sabido, los partidos políticos que, en su mayoría, se inclinan a favor de una república no lo hacen en favor de la república democrática (sea esta parlamentaria, presidencialista o semi-presidencialista). Lo hacen identificándose con una república totalitaria o autoritaria, en la que sólo un partido o un grupo de partidos ostente el poder y la oposición, si existiere, se viera reducida a la impotencia o a no ser más que un florero a disposición de las auténticas autoridades. Como sucede en Turquía y Rusia, por ejemplo. Sus constantes apelaciones a experiencias deficitarias como la Segunda República española o su decidida evocación de asesinos como Lenin. Stalin o Castro, desaconseja transitar por una senda que está claro que no conducirá a una meta provechosa para la mayoría de los españoles.

 

En estas circunstancias es ineludible que un sistema político se conduzca por tres principios esenciales e inamovibles: 1) Humanismo, 2) Justicia Social, y 3) Instituciones Limpias. Da igual si esto sucede bajo una Monarquía Democrática o una República. Que exista una efectiva Separación de Poderes. Que cada uno de ellos pueda ser elegido directamente por los ciudadanos. Que se democratice el Poder Judicial. Que los Partidos Políticos dejen de ser auténticas dictaduras burocráticas para convertirse en organizaciones asamblearias. Que se blinden los derechos sociales y se apoye económicamente a la Clase Media. Que se facilite la prosperidad económica. Que se persiga penalmente de la manera más dura la Corrupción. Que el país se convierta definitivamente en un Estado Federal. Estas y otras muchas son las tareas pendientes que los gobernantes tienen la obligación de atajar inmediatamente.

 

La República que llegue, que tiene que llegar, debe suponer un cambio tal que garantice todos estos aspectos a través de un Proceso Constituyente que culmine con la aprobación de una nueva Constitución y con el establecimiento de otro sistema político mucho más democrático que el que tenemos ahora, purgado de las taras que lo oprimen y lo hace fallar. Cualquier otra alternativa que no contemple esto no sólo que no merecerá la pena siquiera plantearse, sino que estará destinada al más estrepitoso de los fracasos.