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Polonia y el Brexit: las políticas identitarias acabarán con la UE

La conclusión es tan dolorosa como realista: estos países están dentro de la Unión Europea porque necesitan su dinero.

 

Los europeos miembros de la Unión hemos entonado el Auld Lang Syne, quizás por última vez, y arriado la bandera del Reino Unido para meterla en el alcanfor a continuación. La estancia de Gran Bretaña en la Unión Europea -que no en Europa, recordemos- acaba de pasar a la Historia al ritmo del whisky escocés, para algunos. Lo cierto de todo esto que quienes han perseguido en todo momento este desenlace distaban mucho de acogerse a razonamientos simplistas y carentes de un propósito lógico, al menos, desde su punto de vista. No es un secreto para nadie a estas alturas que el planteamiento de los conservadores británicos euroescépticos, con Boris Johnson a la cabeza, pasa por desplazar el eje de su economía hacia los países de la Commonwealth y los Estados Unidos de América. La necesidad de destrabar el comercio por parte de la eliminación de aranceles ha dado como resultado la implementación de las llamadas ‘zonas económicas especiales’ en determinadas partes del territorio de las islas para fortalecer un intercambio de una envergadura tal que permita al Reino Unido saliente convertirse en una nueva potencia económica.

 

Hasta que el tiempo certifique lo acertado o no de este enfoque, no menos cierto aún es que las motivaciones económicas del Brexit no tienen nada que envidiar a las motivaciones culturales, fermentadas por unas políticas identitarias que ven a quien es ‘ajeno’ a la comunidad como alguien que necesariamente tiene que dejar de tener cabida -si es que la tuvo alguna vez- dentro de un tejido comunitario homogéneo. La exaltación de ese ‘nosotros’ por vía de la afirmación del ‘común’ por encima de cualquier otra consideración es el cemento que une todos los planteamientos populistas, sean del signo que sean. Así como también el que cimienta los edificios del totalitarismo, como la historia reciente europea se empeña tercamente en recordarnos una y otra vez.

 

La Unión Europea ha abandonado su optimismo constructivo para encerrarse, queriéndolo o no, en un armazón burocrático y frío, carente de atractivo para muchos y levantando suspicacias en otros tantos que, aunque europeístas convencidos, no pueden ignorar que, a la vista los resultados, el proyecto de Unión entre los estados del entorno europeo amenaza con naufragar por errores propios y ajenos. Pero es que, si la situación con el Reino Unido ha sido dura y compleja, es el Este de Europa el que representa, hoy por hoy, la mayor amenaza para la supervivencia de la Unión Europea, tal y como la entendemos ahora, y tal y como ya hemos avisado con anterioridad . No en vano, Polonia y Hungría, entre otros, han encabezado una tendencia claramente perturbadora que, al margen de las críticas que supongan para la Unión (algunas imposibles de negar, como que no es igualitaria, ni muchísimo menos), pretende desmantelar el Estado de Derecho en sus respectivos países para sustituirlo por un autoritarismo dictatorial de la mano (en estos dos casos) de fuerzas políticas conservadoras reaccionarias y peligrosamente nacionalistas.

 

En este punto llegamos a la guerra abierta que se ha entablado entre el Poder Judicial y el partido reaccionario Ley y Justicia en Polonia que, siendo, como es, virulentamente anti-comunista, no ha escatimado en medios que recuerdan poderosamente a los de la dictadura bolchevique para cercenar la independencia de los jueces y purgar a los discrepantes, con un propósito indisimulado de convertir a los tribunales en una correa de transmisión de las decisiones del Ejecutivo. Un miembro de este no se ha recatado en mostrar públicamente la irrelevancia que para él tienen ‘estos 60 profesores de Derecho que se creen capaces de decir qué es legal y qué no’, estando de lado del ‘pueblo polaco’, que es la ‘verdadera autoridad’. Todo esto viene a cuento de la reforma legislativa operada por el Gobierno polaco por medio de la cual pueden destituirse jueces por criterios puramente políticos, y del nombramiento de diez de los quince miembros del Tribunal Constitucional por los mismos criterios, es decir, afines al partido en el poder Ley y Justicia (PiS), lo que, dicho sea de paso, no deja de resultar irónico dada la nomenclatura de la formación política.

 

El PiS se ha tomado en serio la ‘revuelta’ de los jueces y ha empeñado en su batallar toda la maquinaria del Estado, presionando y exponiendo la vida privada y profesional de los magistrados discrepantes, después de que el Tribunal Supremo desautorizara legalmente los nombramientos para el Tribunal Constitucional. Su argumento resulta tan manido como falaz: el objetivo es purgar a los jueces supervivientes del régimen comunista cuando, si se atiende a las cifras, se observará que de los 23 jueces que componen ahora el alto tribunal, sólo tres de ellos estaban en la magistratura cuando la dictadura comunista se desmoronó. La falsedad del argumentario no resiste la prueba de fuego cuando se constata que uno de los miembros del Tribunal Constitucional nombrado por el PiS se trata ni más ni menos que de un antiguo comisario político comunista. El Presidente de la República, Andrej Duda, desliza uno de los razonamientos clave cuando trata de justificar la persecución a la que se somete al Poder Judicial cuando declara que ‘los que nos atacan desde el extranjero no lograrán imponernos un sistema en idiomas extranjeros’ porque ‘las ovejas negras deben ser eliminadas de entre los jueces’. Sus palabras son especialmente reveladoras al mostrar la motivación identitaria y etnocéntrica del proceder policial del Gobierno: la percepción de los llamados ‘valores de la Unión’ como unos valores ajenos a la ‘tradición polaca’, una suerte de vanguardia ideológica de un ‘club imaginario’ del que han recibido, todo hay que decirlo, más de 110.000 millones de euros netos desde ingresaron en él.

 

La conclusión es tan dolorosa como realista: estos países están dentro de la Unión Europea porque necesitan su dinero (el de todos los estados miembros, en realidad) para poder aplicar sus políticas, y porque saben que solos no van a ningún sitio, siendo más fuerte el miedo que sienten al expansionismo ruso que la incomodidad ‘valorística’ que les supone la UE. Entienden, como lo hace el niño rebelde que sabe que es muy improbable que sus padres le echen de casa aunque le amenacen con ello, que es sumamente difícil que Bruselas haga lo propio. No está el horno para bollos, como las autoridades saben de sobra, pudiendo generarse una reacción en cadena de malestar que liquide el proyecto europeo con relativa brevedad, subsista bajo otras formas después o no. Este es el flanco que la Unión Europea debe vigilar estrechamente, haciendo depender realmente las ayudas que los estados reciben al cumplimiento de unos estándares democráticos cada vez más elevados, en un difícil equilibrio -no se ignora- con el respeto a la soberanía nacional y popular. De lo contrario, la propia Unión entrará en una espiral de chantaje perpetuo de la que no podrá salir jamás al estar secuestrada por el miedo de ‘pues hago como el Reino Unido y me voy’.

 

Olvidan los chantajistas que Gran Bretaña se ha ido porque podía irse y que, aunque de iure Polonia y Hungría también pueden hacerlo, saben en el fondo que de facto es tan improbable que lo hagan como que la Unión Europea les eche. Con esta encrucijada en el horizonte, no queda más remedio que actuar en dos direcciones a la vez complementarias: aplicar las sanciones que sean pertinentes para mantener dentro del redil a los estados ‘rebeldes’, condicionando la afluencia de dinero a la democratización efectiva; y combatir ideológica y políticamente los movimientos populistas de extrema-derecha y de extrema-izquierda que pretendan sembrar la Unión de planteamientos identitarios colectivistas que niegan las libertades de los individuos y los principios elementales del sistema democrático. Sólo así podremos a aspirar a salvar aquello que costó tanto tiempo y tanto sufrimiento construir.